Es quizá la mayor distinción que pueda recibir hoy en día un ser humano, por lo menos en términos de celebridad y respeto universal, pero el Nobel también puede ser una maldición. Alguna vez Gabriel García Márquez comentó que el premio de la academia sueca casi lo había convertido en mudo: "todos esperan que siempre diga algo inteligente, mejor me quedo callado". Y dicho sea de paso, el Gabo hizo en efecto lo más inteligente; invariablemente rehusó convertirse en profeta, filósofo, analista político, experto en todo. Sabía que un buen novelista es simple y sencillamente un narrador de historias, lo cual no lo convierte en autoridad de todas las artes y ciencias como a veces creen otros poetas y escritores laureados.
En tales visitas García Márquez se dio el tiempo para visitar el periódico y charlar con los reporteros jóvenes, algo que le encantaba. De esas visitas y de la manera nostálgica y romántica en la que el colombiano hablaba de sus propios inicios periodísticos, me queda la sensación de que luego del premio Nobel de literatura, el escritor apelaba a su primer oficio para salir del entumecimiento que provoca la fama.
Recuerdo haber pensando lo terrible que sería sentarse a escribir algo que supuestamente estuviera a la altura de obras que han sido glorificadas. En alguna entrevista él mismo lo comentó: la fama, dijo, estuvo a punto de "desbaratarle" la vida, porque "perturba el sentido de la realidad tanto como el poder".
Quizá por ello tenía casi una década sin ofrecer entrevistas; dar una conferencia, hacer un ensayo o presidir un acto público le purgaba el ánimo. Esto no quiere decir que fuera esquivo o anacoreta. Por el contrario, gozaba de la compañía de los amigos y procuraba la charla en corto sin pretensiones intelectuales, aunque siempre socarrona y cargada de observaciones sobre el misterioso comportamiento de los seres humanos.
Luego de no verlo durante algunos años, me lo encontré paseando una tarde de sábado en Valle de Bravo. Le saludé y tardó en recordarme; tras algunos pocos minutos me despedí para no incurrir en actitudes adulatorias ni abusar de su paseo. Para mi sorpresa me preguntó dónde cenaría esa noche y más tarde pasamos algunas horas en compañía de otros amigos hablando de los periódicos y sus redacciones.
A partir de ello lo visité en un par de ocasiones en su casa de San Ángel y en ambas tuve que recordarle el antecedente de Tomás Eloy para que me ubicara. Pero invariablemente al despedirnos me pedía que me quedara otro rato y me conminaba a regresar pronto. En todas las ocasiones el temas que lo enganchaba a la conversación era el recuerdo de sus días de reportero.
La última vez que lo vi sucedió algo curioso. En un viaje que hice a Guadalajara, hace algunos años, descubrí que el Gabo también estaba de visita. Lo busqué en el hotel en que se encontraba y quedamos de vernos esa noche para tomar un cafecito. Al llegar al lobby del hotel me di cuenta que había citado a la misma hora a otros dos amigos: Raúl Padilla, cabeza de la FIL y a una reportera colombiana que había venido a entrevistarlo. Poco más tarde bajó el Gabo, perfumado y con ganas de juerga. Nos fuimos al salón Veracruz y él y yo tomamos turnos para bailar con la colombiana. En algún momento, mientras él se encontraba en la pista, se acercó a la mesa una morena espectacular, y nos preguntó a Padilla y a mí si podría sacar al Maestro a bailar (fue el apelativo que usó). Así lo hizo, y el Gabo, halagado por la petición, bailó con elegante donaire un danzón lento. Al terminar la mujer lo acompañó a la mesa y le agradeció el gesto: "Maestro, no sabe lo que significa para mí haber bailado con Carlos Fuentes". Nunca vi al Gabo tan feliz.
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