Octavio Paz 1914 - 1998 |
Mi vida con la ola
Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía
ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola
que nunca ha salido del mar. Me miró seria: Su decisión estaba tomada. No podía
volver. Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó.
Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al
tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que
los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los
ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se
juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una
hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el
depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi
amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un
matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí
refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra
sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo.
La señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave.
Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella
y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los
niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevó el vaso a los
labios:
-Ay el agua esta salada.
El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron.
El marido llamó al Conductor:
-Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó
al Inspector:
-¿Conque usted echó substancias en el
agua?
El Inspector llamo al Policía en
turno:
-¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en
turno llamó al Capitán:
– ¿Conque usted es el
envenenador?
El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me
llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los
pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la
cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios.
Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la
cabeza, diciendo: “El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido
envenenar a unos niños?”. Una tarde me llevaron ante el
Procurador.
-Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al
Juez Penal. Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi
condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El Jefe de la
Prisión me llamó:
-Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no
hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costara
caro… Y me miró con la misma mirada seria con que todos me
veían.
Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de
viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la
puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el
golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi
amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre.
-¿Cómo regresaste?
-Muy fácil: en el tren. Alguien, después de
cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un
viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en
lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia
cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de
aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de
reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o
roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los
rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron
tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes
brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y
se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las
otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las
escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era
un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre
frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo
líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas
blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me
cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte,
hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía
como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de
caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en
un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente
suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado
en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si
no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se
retiran riendo.
Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toqué el
nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que
hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se
enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las
mujeres, se propagaba en ondas, sólo que no eran ondas concéntricas, sino
excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros.
Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no
sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de
los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos
confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se
desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía
humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan
límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría
de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego.
Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se
retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se
ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los
días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de
insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba.
Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba
de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que
era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de
caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacía
naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches
salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuántos
pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni
el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar
en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su
cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos
particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes
ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se
complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo
significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas
horribles criaturas.
Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arrojé
sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella
reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba.
Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me
depositó en la orilla y empezó a besarme, y humillado.
Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los
ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los
ahogados.
Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla.
Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanudé viejas y
queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me
guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las
mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.
Mi redentora empleó todas sus artes, pero, ¿qué podía
una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga,
siempre cambiante y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes?
Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad.
Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se
aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola sílaba, como una vieja que
rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y
sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se
volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada
vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes
acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las
noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con
un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como
meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas.
Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada
de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron
cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un
látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en
las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frió y
fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba
decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea,
junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida
belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a
cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que
inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente
en las cubetas donde se enfrían las botellas.
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