El aguinaldo
Esto eran unos niños muy muy pobres
que en la víspera del día de Reyes iban caminando por un monte y, como
era invierno, en seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían
andando.
Entonces se encontraron con una señora que les dijo:
-¿Adónde vais tan de noche, que está helando?¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío?
Y los niños le contestaron:
-Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo.
Y la señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:
-Y ¿qué necesidad
teníais de alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes
sólo habéis de poner vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros
tranquilamente en vuestras camitas.
A lo que los niños contestaron:
-Es que nosotros no
tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita
sino un montón de paja... Además el año pasado pusimos nuestras
alpargatas en la ventana, pero se ve que los Reyes no las vieron porque
no nos dejaron nada.
Así que la señora del
bosque se sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los
pequeños, que la contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les
preguntó que si querían llevar una carta a un palacio y los niños le
dijeron que sí que se la llevarían; entonces ella buscó en una bolsa
que llevaba colgada de la cintura y sacó un gran sobre sellado que
contenía la carta.
-Pues ésta es la carta -dijo, y se la dio.
Luego les explicó
cómo tenían que hacer para encontrar el palacio y que el camino era
peligroso porque tendrían que pasar ríos que estaban encantados y
atravesar bosques que estaban llenos de fieras.
-Los ríos los
pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma carta os llevará a la
otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos
de carne que os doy y, cuando os encontréis con alguna fiera, echadle
un pedazo, que os dejará pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis
una culebra, pero no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y
no os hará nada.
Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se despidieron de la señora del bosque.
Conque siguieron su
camino y, al poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de
miel, después a un río de vino, después a un río de aceite y después a
un río de vinagre. Todos los ríos eran muy anchos y ellos eran tan
pequeños que les dio miedo no poder cruzarlos, pero hicieron como ella
les dijo: echaron la carta al río, se subieron encima de ella y la
carta les condujo siempre a la otra orilla.
Cuando terminaron de
cruzar los ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más
frondoso y oscuro, donde les salían fieras que parecía que los iban a
devorar. Unas veces eran lobos, otras tigres, otras leones, todos
prestos a devorarlos, pero en cuanto les echaban uno de los pedazos de
carne que la señora del bosque les había dado, las fieras los cogían
con sus bocas y desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos
continuar su camino. Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche,
vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante del
palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó
sobre su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa boca; pero
los niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los
dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a
recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de verde, con muchos
cascabeles que sonaban al andar; entonces los niños le entregaron la
carta y el criado negro, al verla, empezó a dar saltos de alegría y fue a
llevársela en una bandeja de plata a su señor.
El señor era un
príncipe que estaba encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la
carta se desencantó; así es que ordenó a su criado que le trajera
inmediatamente a los niños y les dijo:
-Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.
Y los llevó a una
gran sala donde había quesos de todas clases, y requesón, y jamón en
dulce, y miles de golosinas más, para que comieran todo lo que
quisieran. Después los llevó a otra sala y en ésta había huevo hilado,
yemas de coco, peladillas, pasteles de muchas clases y miles de
confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y después los llevó
a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas, sables, aros,
muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que
quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo:
-¿Veis este palacio y
estos jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para
vosotros porque éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno
de estos coches a buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir
con nosotros.
Los criados
engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con los niños a buscar
a sus padres. Y ya todo el camino era una carretera muy ancha y muy
bien cuidada y los ríos y los bosques y las fieras habían desaparecido.
Y luego volvieron todos muy contentos al palacio y vivieron muy
felices.
¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!
Leído en http://cuentos.eu/el-aguinaldo/
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