Héctor De Mauleón 1963 |
Apagando rumores
La carta que recibí esa tarde cerraba con una nota
nostálgica que me dolió, pues no correspondía con el carácter ligero de
Romelia: "Ayer, mientras manejaba por el centro de Milán, las hojas
temblaron bajo un cielo sombrío. No sé por qué, pero detuve el coche y
empecé a llorar. Ahora entiendo la causa: extraño la Navidad de México,
los santacloses de vinil, la iluminación del Zócalo, los Reyes Magos de
la Alameda, con los que cada año me retrataba de niña. Quiero pedirte
eso: que salgas a la calle y me envíes un pedazo de México, un trozo de
diciembre, algo que me caliente el alma en estas afueras frías batidas
por la nieve, golpeadas por el viento".
Fue así como una tarde fría de diciembre me encontré
caminando por las calles del centro con la pequeña grabadora en que me
disponía a guardar, para mi amiga, las ondas sonoras de la vieja Ciudad
de México. Creía prever esa crónica: detenerme ante el Santa Clos
mecánico que hace medio siglo ríe guturalmente en el aparador central
del Sears de Insurgentes; realizar una diatriba contra la explosión
demográfica, centrada en un lugar tan obvio como la estación Bellas
Artes del metro; marchar por Avenida Juárez, hacia ninguna parte,
registrando el correr de los autos, el grito de los vendedores, la
música de los stands donde los Reyes Magos menesterosos y los
santacloses paupérrimos arrancan muecas nerviosas a los niños que posan
entre caballos de cartón, focos de colores y trineos de plástico.
Sentarme en alguna banca de la Alameda para capturar, bajo un fresno
centenario, los diálogos entrecortados que atravesaran el parque; leer
en esa misma banca un fragmento de la crónica que Manuel Gutiérrez
Nájera publicó en El partido liberal la Navidad de 1890, y que Romelia y
yo encontramos, con furia estudiantil, en los amarillos diarios de una
hemeroteca: "He salido a flanear un rato por las calles y en todas
partes el fresco olor a lama, el bullicio de las plazas y la alharaca de
los pitos, me hablan de la Noche Buena. A cada paso tropiezo con
acémilas humanas, cargadas de canastones, por cuyas orillas asoman los
brazos de una rama de cedro, o las hebras del heno (...) Los cajones
permanecen abiertos y con los aparadores iluminados hasta muy entrada la
noche. Apenas es posible transitar por las aceras. Junto al cristal de
cada aparador se agrupan los curiosos... ¡Tristes de aquellos que corren
las calles con un gabán abotonado! ¡Tristes de aquellos que no tienen
un árbol de Noel!". Sí. Entregarle como un beso triste la postal
auditiva de un mundo perdido hacía ¿cinco, seis años? el verano en el
que, con una mochila en la espalda y la promesa de reaparecer el otoño
siguiente, viajó a Italia para conocer en persona a un hombre con el que
se había enredado a través de los misteriosos tentáculos de la
internet.
Nunca volvió. En venganza contra el avance
tecnológico que me robaba a la única amiga que había rescatado a mi paso
por la facultad, me rehusé a comunicarme con ella por computadora y
comencé a escribirle largas cartas decimonónicas que ella contestaba con
tintero y manguillo, y remitía lacradas con espectaculares sellos
venecianos. Nada del otro mundo: sus hallazgos de turista ("en Florencia
siento como si el aire iluminado por la luna rebosara de secretos de
los grandes maestros"), sus deslumbramientos jamesianos ("Salí del hotel
sin perder tiempo para rendir homenaje a los objetos sagrados que
guarda el Palacio Vecchio"), sus avances amorosos ("Te encantará, como a
mí, conocer a Fabrizio"), sus entusiasmos poéticos ("En Milán tengo
tiempo y vino rosso"), sus ocurrencias de siempre ("aquí todos los
quesos terminan en vocal, y en enfermedades coronarias"). Y ahora, por
primera vez en cuarenta cartas: "No sé por qué, pero detuve el coche y
empecé a llorar".
Por eso estuve caminando aquella tarde por el Centro.
Cien años después de Gutiérrez Nájera, continuaba siendo imposible
transitar por las aceras: junto al cristal de cada aparador, se
agrupaban los curiosos. ¿A qué suena la ciudad? Un ciego no podría saber
si en el rostro de su esposa hay sufrimiento o algo mejor: al oír la
cinta guardada en mi grabadora, apenas lograba diferenciar la explosión
de ruidos que se entremezclan, se funden, se pierden, se oponen. Todo
bajo un estruendo dominado por el motor de los autos, las alarmas
electrónicas, el retumbar de los micros, el aullar de los camiones; todo
bajo el grito insistente de los vendedores ambulantes, del martillear
de los radios, del infierno de esta ciudad que convirtió los diálogos en
apagados rumores. Recordé esa crónica de Monsiváis: "A ciertas horas,
digamos de las seis de la mañana a las nueve de la noche, arde en las
calles la música involuntaria, la propia de los cláxones y los frenazos y
los arrancones y las exclamaciones que integran una sola gigantesca
mentada de madre". Entonces, agobiado por el tráfago de las tres de la
tarde, Ulises aterrado por el canto bestial de las sirenas, me alejé de
las zonas más vivas del centro para hundirme en las grandes y ruinosas
vecindades, los viejos palacios del dieciocho donde la ciudad monstruosa
sigue manteniendo, demediado, un poco de su antiguo ritmo.
A un costado del Templo Mayor, tropecé con un zaguán
oscuro; pude ver desde la calle el reducido patio de cantera, las
escaleras de piedra, la tarde que caía sobre los barandales, iluminando
macetas de helechos. Crucé la puerta. En la pared de la derecha, pintada
con letras negras que el tiempo había deslucido, me recibió esta
leyenda: "Que nadie pase por este umbral sin que jure por su vida que
María fue concebida sin la culpa original". Un gato salió de pronto de
entre las macetas, trepó los peldaños gastados y desapareció tras las
ruinas de una puerta. No existía en la vivienda más señal de movimiento.
Avancé hasta el centro del patio, encendí la grabadora y dije una cosa
estúpida:
-Romelia, estoy en una parte de México que desaparecerá, una parte que tal vez conociste, y que aún suena a viejo.
Dejé correr la cinta.
Esa noche, al volver a mi casa, antes de meter el
cassette en un sobre y pegar con la lengua las estampillas del correo
aéreo, quise revivir mi odisea auditiva. La grabación comenzaba con la
risa mecánica del Santa Clos de Insurgentes y terminaba en la vecindad
donde, después de mi voz, se había registrado el silencio: una isla de
calma que se evaporó de pronto cuando un murmullo que vino de lejos
estampó en la cinta, sólo en la cinta, estas palabras:
-Nosotros estamos muertos, nosotros vivimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.