martes, 30 de diciembre de 2014

Héctor De Mauleón - Apagando rumores

Héctor De Mauleón 1963

Apagando rumores

La carta que recibí esa tarde cerraba con una nota nostálgica que me dolió, pues no correspondía con el carácter ligero de Romelia: "Ayer, mientras manejaba por el centro de Milán, las hojas temblaron bajo un cielo sombrío. No sé por qué, pero detuve el coche y empecé a llorar. Ahora entiendo la causa: extraño la Navidad de México, los santacloses de vinil, la iluminación del Zócalo, los Reyes Magos de la Alameda, con los que cada año me retrataba de niña. Quiero pedirte eso: que salgas a la calle y me envíes un pedazo de México, un trozo de diciembre, algo que me caliente el alma en estas afueras frías batidas por la nieve, golpeadas por el viento".












Fue así como una tarde fría de diciembre me encontré caminando por las calles del centro con la pequeña grabadora en que me disponía a guardar, para mi amiga, las ondas sonoras de la vieja Ciudad de México. Creía prever esa crónica: detenerme ante el Santa Clos mecánico que hace medio siglo ríe guturalmente en el aparador central del Sears de Insurgentes; realizar una diatriba contra la explosión demográfica, centrada en un lugar tan obvio como la estación Bellas Artes del metro; marchar por Avenida Juárez, hacia ninguna parte, registrando el correr de los autos, el grito de los vendedores, la música de los stands donde los Reyes Magos menesterosos y los santacloses paupérrimos arrancan muecas nerviosas a los niños que posan entre caballos de cartón, focos de colores y trineos de plástico. Sentarme en alguna banca de la Alameda para capturar, bajo un fresno centenario, los diálogos entrecortados que atravesaran el parque; leer en esa misma banca un fragmento de la crónica que Manuel Gutiérrez Nájera publicó en El partido liberal la Navidad de 1890, y que Romelia y yo encontramos, con furia estudiantil, en los amarillos diarios de una hemeroteca: "He salido a flanear un rato por las calles y en todas partes el fresco olor a lama, el bullicio de las plazas y la alharaca de los pitos, me hablan de la Noche Buena. A cada paso tropiezo con acémilas humanas, cargadas de canastones, por cuyas orillas asoman los brazos de una rama de cedro, o las hebras del heno (...) Los cajones permanecen abiertos y con los aparadores iluminados hasta muy entrada la noche. Apenas es posible transitar por las aceras. Junto al cristal de cada aparador se agrupan los curiosos... ¡Tristes de aquellos que corren las calles con un gabán abotonado! ¡Tristes de aquellos que no tienen un árbol de Noel!". Sí. Entregarle como un beso triste la postal auditiva de un mundo perdido hacía ¿cinco, seis años? el verano en el que, con una mochila en la espalda y la promesa de reaparecer el otoño siguiente, viajó a Italia para conocer en persona a un hombre con el que se había enredado a través de los misteriosos tentáculos de la internet.

Nunca volvió. En venganza contra el avance tecnológico que me robaba a la única amiga que había rescatado a mi paso por la facultad, me rehusé a comunicarme con ella por computadora y comencé a escribirle largas cartas decimonónicas que ella contestaba con tintero y manguillo, y remitía lacradas con espectaculares sellos venecianos. Nada del otro mundo: sus hallazgos de turista ("en Florencia siento como si el aire iluminado por la luna rebosara de secretos de los grandes maestros"), sus deslumbramientos jamesianos ("Salí del hotel sin perder tiempo para rendir homenaje a los objetos sagrados que guarda el Palacio Vecchio"), sus avances amorosos ("Te encantará, como a mí, conocer a Fabrizio"), sus entusiasmos poéticos ("En Milán tengo tiempo y vino rosso"), sus ocurrencias de siempre ("aquí todos los quesos terminan en vocal, y en enfermedades coronarias"). Y ahora, por primera vez en cuarenta cartas: "No sé por qué, pero detuve el coche y empecé a llorar".
Por eso estuve caminando aquella tarde por el Centro. Cien años después de Gutiérrez Nájera, continuaba siendo imposible transitar por las aceras: junto al cristal de cada aparador, se agrupaban los curiosos. ¿A qué suena la ciudad? Un ciego no podría saber si en el rostro de su esposa hay sufrimiento o algo mejor: al oír la cinta guardada en mi grabadora, apenas lograba diferenciar la explosión de ruidos que se entremezclan, se funden, se pierden, se oponen. Todo bajo un estruendo dominado por el motor de los autos, las alarmas electrónicas, el retumbar de los micros, el aullar de los camiones; todo bajo el grito insistente de los vendedores ambulantes, del martillear de los radios, del infierno de esta ciudad que convirtió los diálogos en apagados rumores. Recordé esa crónica de Monsiváis: "A ciertas horas, digamos de las seis de la mañana a las nueve de la noche, arde en las calles la música involuntaria, la propia de los cláxones y los frenazos y los arrancones y las exclamaciones que integran una sola gigantesca mentada de madre". Entonces, agobiado por el tráfago de las tres de la tarde, Ulises aterrado por el canto bestial de las sirenas, me alejé de las zonas más vivas del centro para hundirme en las grandes y ruinosas vecindades, los viejos palacios del dieciocho donde la ciudad monstruosa sigue manteniendo, demediado, un poco de su antiguo ritmo.
A un costado del Templo Mayor, tropecé con un zaguán oscuro; pude ver desde la calle el reducido patio de cantera, las escaleras de piedra, la tarde que caía sobre los barandales, iluminando macetas de helechos. Crucé la puerta. En la pared de la derecha, pintada con letras negras que el tiempo había deslucido, me recibió esta leyenda: "Que nadie pase por este umbral sin que jure por su vida que María fue concebida sin la culpa original". Un gato salió de pronto de entre las macetas, trepó los peldaños gastados y desapareció tras las ruinas de una puerta. No existía en la vivienda más señal de movimiento. Avancé hasta el centro del patio, encendí la grabadora y dije una cosa estúpida:
-Romelia, estoy en una parte de México que desaparecerá, una parte que tal vez conociste, y que aún suena a viejo.
Dejé correr la cinta.
Esa noche, al volver a mi casa, antes de meter el cassette en un sobre y pegar con la lengua las estampillas del correo aéreo, quise revivir mi odisea auditiva. La grabación comenzaba con la risa mecánica del Santa Clos de Insurgentes y terminaba en la vecindad donde, después de mi voz, se había registrado el silencio: una isla de calma que se evaporó de pronto cuando un murmullo que vino de lejos estampó en la cinta, sólo en la cinta, estas palabras:
-Nosotros estamos muertos, nosotros vivimos.







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