Roberto Bolaño 1953 - 2003 |
El secreto del mal
Este
cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También:
es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un
final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está
durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin
acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista
responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y
no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del
teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información.
El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo
de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos,
una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de
Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no
hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un
puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El
periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en
media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera
bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da
cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada,
pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente,
cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato
permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que
sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo
finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y
volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la
voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un
inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un surafricano o un
australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de
Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido
perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una
calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta
de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente.
La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero
la voz lo conmina a seguir caminando.
Cuando
llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie
lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un
instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo
surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le
tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a
su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le
apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta
si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende
croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky
lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida,
como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa
Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De
todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes
seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su
barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera
vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los
establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su
mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua
leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde
Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar
de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams.En
Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién
hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el
tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del
barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece.
Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.
Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.
Leído en https://estoespurocuento.wordpress.com/2013/09/10/roberto-bolano-el-secreto-del-mal-cuento/
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