Un poder judicial eficiente, soberano y autónomo constituye una de
las herramientas más útiles para promover y consolidar el desarrollo
económico de un país. De la eficacia de este poder depende en buena
medida la estabilidad social, la distribución del ingreso, la generación
de divisas, la captación voluminosa de inversión extranjera, la
creación de fuentes de empleo, la construcción de obras magnas de
infraestructura nacional y urbana, el ejercicio exacto de los
presupuestos de gastos autorizados, el respeto entre los integrantes de
una comunidad, además de un sinnúmero de otros aspectos que aportan paz
y, sobre todo, certeza en el presente y en el futuro. ¿Cuánto vale la
certeza?
¿Acaso en un país en donde efectivamente se respetan
eficientemente las leyes emitidas por los órganos de representación
nacional, no está más garantizada la convivencia ciudadana civilizada?
¿Acaso las empresas no evolucionan más aceleradamente en un terreno
seguro y firme, el requisito más exigido por los inversionistas de todas
las nacionalidades? ¿No es imperativo hacer valer las reglas del juego
para que propios y extraños sepan a qué atenerse? Al operar sobre una
sólida base de confianza los empresarios invierten sus capitales, crean
empleos y generan riqueza de la que se sirve el fisco, los accionistas y
finalmente la sociedad. ¿A dónde va un país en el que el presupuesto
público es un botín o en el que la cárcel es un destino de los
marginados o de los tontos?
En ocasiones es difícil imaginar los
alcances del poder judicial en el tallado del verdadero rostro de un
país. En México, una nación que se mueve por sentimientos, arrebatos y
pasiones, que concede un respeto tangencial al imperio de la ley,
tratando de aplicar el amiguismo y la negociación en lugar del rigor de
la norma, que deben desvanecerse a base de golpes sonoros asestados por
el mallete en la sala del pleno de la Corte. En los cuadros pintorescos
que se repiten a diario en el México Negro vemos manifestaciones
callejeras que demuestran el hartazgo de la sociedad ante la impunidad y
la escandalosa corrupción. Los gobernantes, sálvese el que pueda,
integran genuinas pandillas de bandidos. México Negro, ¿no…?
Si
los gobernadores asaltaban (y asaltan) a saco las arcas de los estados
de Coahuila, Nuevo León, Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Puebla, Michoacán,
San Luis Potosí y Tabasco, entre otros tantos más y, sin embargo, la
ciudadanía no salía a protestar a las calles porque le habían robado sus
ahorros, y no sólo eso, sino cuando durante el gobierno del presidente
Fox y de Calderón desparecieron más de 70 mil personas y nadie salió a
protestar por semejante atentado en contra de los más elementales
derechos humanos, ahora por lo menos, la ciudadanía reclama airada y
justificadamente la presencia de los supuestos estudiantes del estado de
Guerrero. Una sociedad que no protesta es una sociedad enferma y México
empieza a dar señales de salud.
Si la sociedad se tomara de la
mano y protestara en contra de la impunidad y en contra de la
corrupción, de la misma manera en que lo está haciendo ahora en el caso
de los estudiantes de Ayotzinapa, sin duda alguna, pondríamos al
gobierno contra la pared y empezaría a aplicarse la ley. Depende del
electorado la aplicación de la justicia. A más presión, más justicia. A
más justicia, más reconciliación nacional. A más reconciliación
nacional, más prosperidad. A más prosperidad, mejores instituciones
republicanas y mayor evolución social. Mientras más rápido acabemos con
aquello de que yo acato la ley pero no la cumplo, o el legendario
“obedézcase pero no se cumpla”, tendremos el país que creemos merecemos…
@fmartinmoreno
Leído en http://www.vanguardia.com.mx/columnas-acatolaleyperonolacumplo-2221544.html
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