Razones para el pesimismo hay muchas. El tema de fondo es qué vamos a hacer con él. El desencanto ciudadano con los políticos es profundo, generalizado, ganado a pulso y no parece tener compostura. No hay una semana sin que algún nuevo escándalo documente el hartazgo y la indignación que provoca el mal estado de los asuntos públicos y la infamia de los que la tutelan. Y tampoco es que el desencanto con la cosa pública constituya el regreso de un supuesto encantamiento; eso nunca existió. Los mexicanos experimentamos la ilusión democrática en algún momento en el 2000 cuando el voto fue capaz de poner fin a setenta años de monopolio priista y brevemente en el 2006 cuando parecía que el candidato popular podría imponerse al candidato del sistema. Pero tales "anomalías" democráticas fueron atajadas por la élite política tradicional.
No tengo dudas de que el sistema está inmerso en una especie de restauración política con rasgos del viejo orden, convencido de que las veleidades democráticas estorbaron las posibilidades de crecimiento y la modernización económica del país. Para muchos miembros de la élite el debilitamiento de la presidencia, que pudo haber tenido ventajas para algunos protagonistas, acabó siendo dañino para el conjunto. Hoy lo que estamos viendo es una estrategia sistemática para debilitar todo tipo de contrapesos que haga frente al poder de Los Pinos.
Ni siquiera me parece un designio personal de Enrique Peña Nieto. Parecería más bien la reacción del sistema después de los 12 años de parálisis e ineficiencia de los dos gobiernos panistas. Lo que vemos es una amplia operación política para subordinar al poder legislativo y a la Suprema Corte; para limitar los espacios de rendición de cuentas y de regulación; para meter en cintura a los medios de comunicación, a los gobernadores, a los líderes sindicales; para arbitrar con mayor autoridad entre los dueños del dinero. En suma, para regresarle al presidente muchos de los botones y palancas que perdió su tablero de mando en los últimos lustros.
No estoy seguro de que tal restauración sea posible. Sobre todo porque se está llevando a cabo sin el liderazgo o la popularidad que hacen tolerable para una sociedad entregarse a un poder más vertical. El Singapur de las últimas décadas, la Italia y la Alemania de los años treinta, el fidelismo o el chavismo de la primera época, muestran, cada una a su manera, que incluso el autoritarismo requiere amplias dosis de legitimidad popular para ser instaurado. Lo que estamos viendo en México es el esfuerzo de la clase política para reconquistar los escasos espacios de poder descentralizado o ciudadano que construyó el efímero y precario ensayo democrático.
El problema para los que intentan restaurar un presidencialismo arraigado en el pasado es que la sociedad mexicana ha dejado de ser aquella que era antes. Hay una ofensiva evidente y muy exitosa para imponer a los medios de comunicación tradicionales la narrativa oficial, pero ha surgido tal proliferación de alternativas en la blogosfera que hacen de la de tarea del silenciamiento y la opacidad una cortina de humo ridícula. Nunca había existido un contraste de tal magnitud entre las verdades oficiales difundidas por los noticieros de la televisión y la información dura e implacable que circula masivamente en las redes sociales. La sociedad mexicana ya no es ese mar informe de campesinos y sectores urbanos desarticulados de antaño; hoy existe todo un tejido variopinto de organizaciones hechas y a medio hacer, legales e ilegales, gracias al cual los individuos resuelven el día a día.
Los empresarios mismos están demasiado diversificados para aceptar de buena gana el tutelaje de un poder político, particularmente cuando este tiende a recurrir a las viejas artimañas corruptas para privilegiar a un puñado de ellos en detrimento del resto.
La globalización ha convertido a buena parte de la economía mexicana en engranaje de una maquinaria que escapa a la burocracia de la Ciudad de México. Y por otra parte, más del 50% de la población trabaja en el sector informal; es decir, más de la mitad de los mexicanos hacen la vida al margen del gobierno y sus normas.
Así que no, no lo tienen fácil. Pueden imponer la música de la fiesta pero eso no quiere decir que los invitados se avengan a bailarla. Y eso es justamente lo que estamos presenciando. Chiflidos y abucheos para los que tocan y para los pocos que salen a la pista. Imposible saber qué seguirá a continuación. Podría suceder que muchos sigan la fiesta en otro lado, en la calle o en el solar de al lado, como lo han venido haciendo al margen del Estado. Una especie de "se acata pero no se cumple" con la consiguiente profundización de la esquizofrenia que experimenta el país. Hay un riesgo a la vista cuando se busca restaurar o ampliar el autoritarismo sin la popularidad o legitimidad necesarias o cuando los ciudadanos lo ignoran o lo desdeñan. Simplemente ampliará el abismo entre la élite y el resto de la sociedad. Dirigentes y ciudadanos tendríamos que comenzar a tender puentes. Ya.
Twitter: @jorgezepedap
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2015/03/25/actualidad/1427313696_389253.html
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