Pablo Rojas Paz (1896 - 1956) |
El puma y el pastor
El alba era una ceniza de luz en el aire. Como en la elevación de la misa, el sol de dorada blancura subía repintando de rojo el perfil de los montes. La noche se iba de puntillas y la luz era una insinuación morada en el leve relumbre de la escarcha. Un rumor de himno surgía del seno profundo de las cosas. Con voces de mar lejano la brisa del alba venía despertando el paisaje. Los árboles se limpiaban de sombras y se escuchaba el balido de los hatos cercanos. De pronto, de dentro del rancho salió una voz amanecida secreteada.
-Hhijo, hay que traer las cabras al corral.
El chango se restregó los ojos, se calzó sus ojotas, se metió su poncho cortón, se puso su sombrero y partió. La mañana triunfante se alegraba en las flores nuevas de aquella primavera precoz. Lauro extrajo de su flauta de caña el son favorito. Y los altos montes se lo devolvieron en mil ecos repetidos. La luz iba colgando banderolas en la copa de los árboles más altos. Había un penetrante olor a menta, a poleo, a cedrón, a malva. Los balidos eran cada vez más cercanos. El desparramado rebaño iba juntándose al amparo de la música al igual que las nubes empujadas por el viento. Un pájaro en un molle contaba su dicha y la del agua recibiendo la luz. Las abejas eran pequeños resplandores de oro sobre las diminutas flores silvestres. Los torrentes acrecentaban sus rumores con la luz de la mañana.
Lauro se detuvo para observar los movimientos de una serpiente que se arrastraba entre las piedras. Cuando el pastor moduló en su flauta los cristalinos sones, el ofidio detuvo su andar e irguió la cabeza para escuchar mejor. Y fue así que el paisaje y su vida eran una música atenta. La brisa correteaba en los pastos. A lo lejos cantaba la perdiz. Toda la dulzura del mundo se había hecho matiz en la flor, zurear en la paloma, frescura en el pastizal, suavidad en el helecho, canción apenas modulada de la brisa en las altas copas. Y toda esa dulzura musical y perfecta parecía anidarse en la flauta del pastor.
Un súbito bramido rasgó la calma musical del paisaje. Lloró la paloma y se aquieto el arroyo. En el azul añil apresuraban su viaje las nubes de nácar. Las cabras asustadas se dispersaban entre confusos balidos. Un puma había saltado desde la espesura hacia el breñal. Un nuevo bramido fue trueno rebotando en los collados. El miedo pánico cristalizó el aire. A Lauro, el pequeño pastor, le impresionaron por igual el bramido y el tamaño de la fiera. "Hoy vi un gato grande", le había dicho a la madre la vez primera que viera un puma. Y le tiró un hondazo; la fiera se enardeció al recibir la pedrada en la frente. Pero Lauro se acercó resueltamente, y recogiendo una piedra del suelo se la arrojó para ahuyentarlo. La fiera describió un arco en el aire y cayó sobre Lauro desgarrándole el pecho de profundas heridas. El pequeño pastor lanzó un grito profundo y desesperado que el aire cristalino llevó a la lejanía.
La madre de Lauro, que yacía enferma de chucho, oyó el grito y presintió todo. La propia desesperación le dio fuerzas inauditas. Se levantó de la cama ardida de fiebre. Tomó unas boleadoras y un puñal que fueran de su marido. Se echó un poncho a los hombros y partió hacia el punto de donde venían los rumores. Su denuedo se enardeció más cuando vio que el puma estaba bebiendo la sangre del muchacho que lanzaba gemidos estertóreos. Aquella mujer se convirtió en un grito penetrante, agudo, surgiendo del seno profundo de la tierra e irguiéndose hasta el cielo: "¡Mhijo! ¡Mhijo!" Y avanzando hacia el puma le clavó tres veces el puñal en el lomo. El animal se irguió para abalanzarse sobre la mujer. Y ésta le tiró las boleadoras a la cabeza. El cráneo del puma resonó con los golpes de la piedra, pero esto no impidió que llegara de un manotazo al pecho de la madre, quien, a su vez, pudo clavarle el puñal junto al corazón.
Al son de la flauta y el bombo los llevaron a enterrar al filo de la madrugada. Los niños pastores hicieron unas andas con sus toscos cayados, y en ellas, sobre el cuero del puma, pusieron los despojos de Lauro. Una estrella federal de sangre y fuego creció perenne junto a la cruz. Sobre la tumba de la madre lloró por siempre la bumbuna.
El bramido del puma y el llanto de la paloma, el gemir del pastor y el grito de la madre, se disolvieron para siempre en la música montañesa. Y a la hora en que la tarde es una niña dormida a los pies de la luna, un sutil canto de flauta borbotea como un ojo de agua en la quietud fragante.
Fuente: ROJAS PAZ, PABLO, El caballo del ciego, y otros cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1970 (págs. 85-87)
Leído en http://www.chauche.com.ar/aruges_ar/cuentos_breves/033.html
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