Un hombre cuelga de un puente en la ciudad de México. No es una fotografía de tiempos revolucionarios, es una imagen capturada por la mañana. La escena aparece en la prensa, conmociona brevemente y se olvida. Alguien la comenta en la televisión o en el radio. Desaparece pronto, remplazada por la trivialidad o el escándalo del momento. Con palabras gastadas tratamos de describir lo que observamos pero, a decir verdad, no nos esforzamos mucho por comprender. Cuando el horror se vuelve costumbre, nos envolvemos con una gruesa capa de insensibilidad. Hay que seguir con nuestras rutinas y simplemente repetir que la escena es espantosa, preguntar cómo es que hemos llegado hasta aquí y cambiar de inmediato de tema. La indignación frente a la barbarie cotidiana empieza a parecer un simple reflejo, una costumbre inocua, una reacción que no altera nuestros pasos.
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