lunes, 12 de octubre de 2015

Ring Lardner – Corte de pelo

Ring Lardner  ( 1855 - 1933 )

Corte de pelo


Los sábados hago venir de Carterville a otro peluquero para que me ayude, pero el resto de la semana puedo manejarme solo. Usted habrá visto que este pueblo no es Nueva York, y además, la mayoría de los muchachos trabaja el día entero, de modo que no tienen tiempo para venir a embellecerse.

Usted es un recién llegado, ¿no? No me parece haberlo visto antes por aquí. Espero que el lugar le agrade y se quede. Como le digo, esto no es Chicago o Nueva York, pero nos divertimos. No tanto desde que Jim Kendal murió. Cuando vivía, él y Hod Me­yers mantenían el pueblo en una constante algazara. Apuesto que se reía más aquí que en cualquier otra ciudad de igual tamaño de América.

Jim era cómico y hacía excelente pareja con Hod. Desde que Jim murió, Hod se esmera por mantener el mismo tono, pero es muy difícil cuando no hay con quién trabajar.

Los sábados solíamos tener mucha diversión aquí. El local se llena desde las cuatro de la tarde en adelante. Jim y Hod aparecían después de la comida, como a eso de las seis. Jim se instalaba en aquella silla grande, junto a la salivadera azul. Cualquiera que estuviera sentado en su silla, se la cedía apenas entraba.








Usted pensará que era un asiento reservado, como los que hay en algunos teatros. Hod generalmente se quedaba parado o se paseaba, y por supuesto uno que otro sábado le tocaba ocupar esta silla y cortarse el pelo.

Bueno, Jim se quedaba un rato sin abrir la boca más que para escupir, hasta que, al final, me decía: —Whitey —mi verdadero nombre, aunque mi nombre de pila es Dick, todo el mundo me llama Whitey aquí, digo que Jim decía—: Whitey, tienes la nariz como una amapola esta noche. Debes haber estado tomán­dote el agua de colonia.

Y yo le decía:

—No, Jim, pero me parece que tú sí debes ha­ber estado tomando algo por el estilo o algo peor.

Jim se reía pero contestaba en el acto:

—No, no he bebido nada, pero eso no quiere decir que no me gustaría tomar algo, aun cuando fuera alcohol.

Entonces, Hod Meyers decía: —Tu mujer también.

Esto provocaba una carcajada general, porque todo el mundo sabía que Jim y su mujer no andaban bien. Ella se habría divorciado, sólo que no había posibilidad de pensión y no podía arreglárselas sola con los niños. Jamás había podido comprender a Jim. Él era tosco, pero en el fondo un buen muchacho.

Jim y Hod se divertían de lo lindo a costa de Milt Sheppard. Pero usted no debe saber nada acerca de Milt. Bueno, tiene una manzana de Adán que más se parece a un melón. Ellos esperaban que yo estu­viera afeitando a Milt, precisamente en esa parte del cuello, y entonces Hod gritaba:

—¡Eh, Whitey, espera un minuto! Déjanos ha­cer una apuesta, antes que lo cortes, para ver cuántas semillas tiene.

Y Jim replicaba:

—Si Milt no fuera tan puerco y habría pedido medio melón, y no uno entero, no se le habría quedado atorado en la garganta. —Entonces todos los mu­chachos reían, y hasta el mismo Milt, objeto de la broma, se esforzaba en sonreír. ¡Sí, Jim era un gran tipo!

Allí estaba su bacía de afeitar, en aquella repisa al lado de la de Charles Vail. Charles M. Vail. Es el farmacéutico. Viene a afeitarse regularmente tres veces por semana. Y la bacía que está al lado es la de Jim. James H. Kendall. Jim no necesitará ya más nada para afeitarse, pero de todos modos la dejará allí mismo, como un recuerdo de los viejos tiempos. ¡De­cididamente Jim era un personaje!

Años atrás, Jim viajaba desde Carterville por asuntos de conservas en lata. Vendían conservas en lata. Jim tenía el mercado de toda la mitad norte del estado, y se pasaba viajando cinco días por la semana. Caía por aquí los sábados y contaba sus ex­periencias de la semana. Eran notables.

Supongo que se preocupaba más en hacer bromas que negocios. Finalmente, la firma lo despidió y lo primero que hizo fue volver a casa y contarle aquí a todo el mundo que lo habían despedido, en vez de decir, como lo hubiera hecho la mayoría, que había renunciado al trabajo.

Era un sábado y el local estaba repleto y Jim se paró en la silla y dijo:

—Caballeros, tengo una importante noticia que comunicarles. Me han despedido del trabajo.

Bueno, todos le preguntaron si hablaba en serio, y él dijo que sí; y nadie supo qué decir hasta que Jim rompió el hielo y añadió:

—He estado vendiendo conservas y ahora yo estoy en conserva.

Sabe, la firma en la que trabajaba, fabricaba productos en conserva. En Carterville. Y ahora Jim decía que él mismo estaba en conserva. Sí. ¡Era un gran tipo!

Jim tenía una broma bárbara que solía hacer cuando viajaba. Por ejemplo, cuando iba en tren y pasaba por alguna pequeña ciudad, bueno, digamos bueno como Benton; se asomaba a la ventanilla y se fijaba en los letreros de negocios.

Por ejemplo, si veía un letrero como “Henry Smith, Productos Secos”, Jim tomaba nota del nom­bre y de la ciudad, y cuando llegaba a su destino, despachaba una tarjeta postal a Henry Smith, Ben­ton, en la que escribía algo como lo siguiente: “Pregúntele a su mujer sobre la persona que le hizo com­pañía la tarde pasada y firmaba: Un amigo.”

Por cierto que nunca llegó a saber el resultado de tales bromas, pero podía imaginar lo que sucedía, y esto era suficiente.

Jim no trabajó con mucho empeño, después que perdió el empleo con la firma de Carterville. Lo poco que ganaba realizando algunas pequeñas tareas, se lo bebía casi íntegro en gin, y su familia se habría muerto de hambre si los almaceneros no continuaran sosteniéndola. La mujer de Jim probó suerte en la costura, pero esa no era una profesión que diera di­nero en este pueblo.

Como le digo, ella se habría divorciado de Jim, si sola hubiera podido sostener a su familia, pero siempre acariciaba la esperanza de que Jim abandonara esos malos hábitos y le diera algo más que dos o tres dólares por semana.

Hubo un tiempo en que solía ir a la oficina de su marido y pedía que le dieran su salario, pero des­pués de una o dos veces, él logró vengarse pidiendo casi todo su sueldo por adelantado. En seguida se largó a contar por todo el pueblo cómo había conseguido vencer en astucia a su mujer.

¡Era ciertamente muy prudente!

Pero no se quedó contento con esto. Estaba ofen­dido por la conducta de su mujer al pretender sacarle su salario y decidió desquitarse. Para ello, esperó a que anunciaran el arribo del Circo Evans y entonces prometió a su mujer y a sus hijos llevarlos al espectáculo. El día de la función, convino en que los esperaría a la puerta del circo con las entradas listas.

Por cierto no tenía intención de comprar en­tradas ni esperarlos, ni nada. Lo que hizo fue embo­rracharse con gin y acostarse a dormir el día en­tero, en la cantina de Wright. Su mujer y los niños esperaron y esperaron, y por supuesto él no apa­reció. Su esposa no tenía un centavo, supongo. De manera que, tuvo que decirles a los niños que no ha­bría circo. Y ellos lloraron desconsoladamente.

Bueno, parece que mientras que lloraban, apa­reció el doctor Stair y quiso saber la causa de tanta pena. La señora Kendall, como es terca no quiso decir de qué se trataba, pero los niños lo hicieron, y el doctor ofreció insistentemente llevarlos a todos a la función. Jim, descubrió esto más tarde, y fue una razón para que tuviera entre ojos al doctor Stair.

El doctor Stair llegó aquí hará un año y medio. Es un tipo extraordinariamente atractivo y parece que se hiciera los trajes a medida. Va a Detroit dos o tres veces al año, y seguramente lo debe apro­vechar para mandarse hacer sus ropas sobre medida. Valen casi el doble, pero quedan mucho mejor que las que venden en las tiendas.

Durante un tiempo todo el mundo se preguntó qué había inducido a un joven médico a venirse a una pequeña ciudad como ésta, en la que tenemos ya al viejo doctor Gamble y al doctor Foote, ambos resi­dentes aquí desde hace años y que se han repartido toda la clientela.

Luego comenzó a circular el rumor de que la novia del doctor Stair le había dado calabazas. Una señorita de la Península del Norte, y esa era la razón por la cual él se vino a nuestra ciudad, para escon­derse y olvidarla. Por otra parte, él afirmaba que no existía nada mejor para formar un buen médico que la práctica en una ciudad pequeña, y que por eso vino a nuestro pueblo.

En todo caso, en poco tiempo comenzó a ganar lo necesario para vivir, y eso que, según me dicen, no acostumbra jamás a cobrar lo que le deben, y la gente de por aquí tiene esa costumbre de la deuda, incluso en lo que a mí respecta. Si yo consiguiera que me liquidaran todo lo que me deben, sólo por las afei­tadas, me podría dar el lujo de irme a Carterville e instalarme en el Mercer y ver películas distintas todas las noches. Ahí tiene usted el caso del viejo George Purdy… pero me parece que no deberíamos fomentar chismes.

Bueno el año pasado murió nuestro fiscal, mu­rió de gripe. Su nombre era Ken Beatty. Así que tuvieron que elegir uno nuevo, y eligieron al doctor Stair. Él lo echó a la broma, en un principio, y se negó a aceptarlo, pero se lo exigieron. Desde luego, no es, ni con mucho, un puesto envidiable, y el sueldo de un año alcanza escasamente para comprar semi­llas para el jardín. Pero el doctor es de esas perso­nas que no saben decir no, cuando se les insiste un poco.

Pero ahora recuerdo que pensaba contarle lo de ese pobre muchacho que tenemos aquí en el pueblo: Paul Dickson. Cayó de un árbol cuando tenía diez años, y, del golpe en la cabeza, nunca volvió a ser normal. No es que haya quedado muy mal sino tonto. Jim Kendall lo llamaba “Cucú”; es el nombre que Jim Kendall daba a cualquiera que estuviera un poco loco, sólo que a las cabezas las llamaba porotos. Esa era otra de sus travesuras: llamar porotos a las ca­bezas de la gente y cucos a los afectados del cerebro. Ya puede imaginarse usted cómo gozaría Jim a costa del pobre Paul. A veces lo mandaba al garage White Front en busca de una llave del recinto de los juga­dores.

Tratándose de bromas, no había nadie que le ganara a Jim.

El pobre Paul sospechaba siempre de la gente, quizá debido al hecho de que Jim le hacía continuas jugadas. Paul no se metía con nadie que no fuera su madre, el doctor Stair y una muchacha llamada Julie Gregg. Es decir, ya no es tan muchacha que digamos, anda por arriba de los treinta.

Cuando el doctor llegó al pueblo, Paul intuyó en el acto que sería un buen amigo, de modo que pa­saba constantemente cerca de él, fuera en las horas de comer o de dormir o cuando habla divisado a Julie Gregg haciendo sus compras. Cuando, a través de la ventana del doctor, veía a Julie, se precipitaba por la escalera y, dándole alcance, la acompañaba en todas sus diligencias. El pobre muchacho estaba loco por Julie, que lo trataba con cariño y le hacía sen­tir que siempre era bien acogido, aunque sólo sentía compasión.

El doctor Stair hizo cuanto pudo por mejorar el estado mental de Paul, y hasta me dijo una vez que había notado una cierta mejoría. También dijo que, a veces, se conducía como un muchacho perfectamen­te normal.

Pero recuerdo ahora que quería contarle lo de Julie Gregg. El viejo Gregg tenía un negocio de ma­deras, pero se dio a la bebida y perdió la mayor parte de su dinero y, al morir, no dejó más que una casa y el seguro, lo indispensable para que su hija pudiera subsistir. La madre era casi inválida y en raras ocasiones salía de casa. Julie quiso vender la propiedad y trasladarse a otra parte, luego que el pa­dre murió, pero la madre dijo que ella había nacido en ese sitio y que moriría en él. Era un gran pro­blema, ya que los jóvenes del pueblo. .. no valen ni la mitad que ella.

La chica se educó en Chicago, Nueva York y otras partes y no hay cosa de la que no pueda hablar. En cambio, el resto de la gente de por acá, si se les menciona algo que no tenga relación con Glo­ria Swanson o Tommy Meighan, piensan en el acto que uno delira. ¿Vio a Gloria en el papel de Premio a la virtud? ¡Se ha perdido usted una gran cosa!

Bueno, no hacía una semana que había llegado el doctor Stair cuando vino un día para afeitarse. Yo lo reconocí en el acto, pues me lo habían mostrado, de manera que le hablé de mi anciana madre. Desde hace dos años estaba enferma y ni el doctor Gamble ni el doctor Foote habían podido aliviarla. Así que él me prometió venir a verla, pero dijo que si ella podía ir a visitarlo a su consultorio sería mucho me­jor, para hacerle un examen completo.

Así que la llevé al consultorio y, mientras aguardaba en la salita de espera, llegó Julie Gregg. Ahora bien, cada vez que alguien entra en la salita del doctor Stair, suena un timbre de su oficina, con el fin de que sepa que tiene algún cliente esperándolo.

Así, que él dejó a mi vieja en la oficina interior, y se asomó a la puerta. Era la primera vez que él y Julie se encontraban y se produjo lo que se llama amor a primera vista. Pero, por desgracia, éste no fue recíproco. El joven médico era lo más buen mozo que se vio en la ciudad, mientras que para él, ella sólo era alguien que buscaba un médico.

Ella había venido casi por lo mismo que yo. Su madre fue atendida durante años por los otros médicos, sin ningún resultado. Así que al saber que existía un nuevo doctor en la ciudad, decidió hacer la prueba. Él le prometió ir a ver a su madre ese mismo día.

Dije hace un momento que se trataba de un amor repentino por parte de ella. Me baso no sólo en su actitud posterior, sino en la forma en que lo miró esa primera vez en su consultorio. No pretendo leer los pensamientos, pero se notaba en todo su semblante que estaba perdidamente enamorada.

Ahora bien, Jim Kendall, además de ser un in­ventor de bromas y un bebedor consagrado, era también todo un don Juan. Me imagino que mientras trabajaba en esa firma de Carterville, debe haber hecho algunas correrías además de tener dos o tres enreditos en esa ciudad. Como digo, su mujer se habría divorciado gustosamente de él, sólo que no le era posible. Pero Jim era como la mayoría de los hombres y de las mujeres. Deseaba lo que no podía conseguir. Deseaba a Julie Gregg y buscaba y rebuscaba en su cabeza alguna forma de abordarla. Sólo que él decía poroto en vez de cabeza.

Resulta que los hábitos y las travesuras de Jim no atraían en absoluto a Julie y, además, era un hombre casado, de manera que no tenía más posibilidades de conseguir lo que deseaba, que… un conejo… Ésta es una expresión del propio Jim. Cuando alguien no tenía posibilidades de ser elegido para algo, Jim decía que tenía tantas probabilidades como un conejo.

Por otra parte, no hacía la menor tentativa de ocultar sus sentimientos.

Aquí mismo, más de una vez y en presencia de mucha gente, confesó que estaba prendado de Julie y que cualquiera que lo ayudara a conseguirla, sería bienvenido en su casa, aun por su mujer y sus hijos. Pero ella no quería saber nada de él y ni siquiera le dirigía la palabra en la calle.

Por último, viendo que no avanzaba nada con sus métodos habituales, resolvió usar la fuerza. Una noche se fue derecho a su casa y, cuando ella le abrió la puerta, se introdujo violentamente y la tomó entre sus brazos. Sin embargo, ella consiguió desprenderse y, antes que pudiera detenerla, corrió a la pieza vecina cerrando la puerta con llave y llamó por teléfono a Joe Barnes; Joe es el jefe de policía. Jim se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se retiró apresuradamente, antes de que llegara Joe.

Joe era un viejo amigo del padre de Julie. Al día siguiente, Joe hizo una visita a Jim y le advirtió lo que le sucedería si reiteraba esta broma.

No sé cómo este chisme se esparció. Probablemente Joe lo haya contado a su señora, y ésta, a su vez, a otras esposas y ellas a sus maridos respec­tivos.

De todos modos, el enredo se difundió y Hod Meyers tuvo el valor de hacerle bromas a Jim respec­to a ello, en este mismo recinto. Jim no lo negó y, aún más, lo echó a la broma y nos dijo que muchos habían procurado dejarlo en ridículo, pero que él siempre acababa por salir airoso.

Mientras tanto, el pueblo entero sabía que Ju­lie estaba loca por el médico. Seguramente ella no había reparado en lo mucho que su rostro se transformaba cuando se encontraba con el doctor Stair, pues de otro modo hubiera tratado de alejarse de él. Por supuesto que tampoco sabía que nosotros notábamos la asiduidad con que encontraba excusas para ir, sin motivo real, a su consultorio, o simplemente para pasar frente a su casa y poder mirarlo a través de su ventana. Yo lo sentía por ella. La mayor parte de la gente lo lamentaba también.

Hod Meyers continuó refregándole por la cara a Jim que el médico lo había derrotado. Jim no hacía caso de las bromas, pero era fácil ver que esta­ba preparando una de sus habituales.

Otra de las travesuras de Jim era su manía de cambiar la voz. Podía imitar perfectamente la voz de una muchacha y también la de cualquier hombre. Para mostrarle lo bien que hacía las imitaciones, le referiré la jugada que me hizo a mí una vez.

Usted debe saber que en la mayoría de las ciu­dades, cuando un hombre muere y necesitan que lo afeite, se llama al barbero, que cobra cinco dóla­res por el servicio, es decir, no se cobra al difunto, sino a la persona que ha pedido el peluquero. Yo co­bro solamente tres, porque personalmente no siento ningún escrúpulo en afeitar a un muerto. Se quedan mucho más tranquilos que los clientes vivos, y lo único desagradable es que no dan deseos de conversar con ellos y uno se siente muy solitario.

Hace dos años, en uno de los días más fríos que tuvimos en el invierno, sonó el teléfono en mi casa mientras comía y oí una voz de mujer que me decía ser la señora de John Scott. Me avisaba que su esposo había muerto y si quería ir a su casa a afeitarlo.

El viejo John había sido siempre un buen cliente mío. de modo que aunque vivía a siete millas de la ciudad, en la carretera Streeter, no pude negarme.

Prometí ir, aunque advertí que tendría que al­quilar un coche, lo cual podría significar tres dólares, más que la tarifa de servicio. Se me contestó que estaba todo muy bien, de modo que conseguí que Frank Abbot me condujera hasta allá y, cuando llegué, ¡imagínese mi sorpresa: me abrió la puerta el propio John! Estaba tan vivo, bueno, como un conejo…

No me hizo falta un detective privado para darme cuenta de quién me había hecho esta bromita. No había nadie capaz de idearla, fuera de Jim Kendell. ¡Qué gran tipo!

Le cuento este episodio para que usted vea su facilidad para disfrazar la voz y engañarlo a uno. Yo habría jurado que era la señora Scott quien me llamaba. En todo caso una mujer.

Bueno, continuando con mi historia, Jim esperó hasta que consiguió grabarse la voz del doctor Stair y entonces comenzó a tramar la venganza.

Una noche, sabiendo que el doctor estaba en Carterville, llamó a Julie por teléfono. Ella no dudó ni por un momento de que se trataba de la voz del médico. Jim habló diciéndole que deseaba verla esa noche, que no podía esperar más tiempo para comunicarle algo que había ocultado largamente.

Ella se alegró mucho y en el acto le dijo que viniera a su casa. El respondió diciendo que esta­ba esperando un llamado de larga distancia muy im­portante, de modo que por favor olvidara las reglas de urbanidad y tuviera la bondad de ir a su consulto­rio. Agregó que no había ningún peligro y que, ade­más, nadie la vería. Añadió que él quería hablar con ella sólo un momento. Bueno, la pobre Julie cayó en la trampa.

El doctor mantenía siempre una luz encendida en su estudio, de modo que a Julie le pareció natural que él estuviera en casa esa noche.

Mientras tanto, Jim se trasladó al bar de Wright, donde había un grupo de muchachos divirtiéndose. La mayoría había bebido gin en abundancia y eran de los que son pesados aun sobrios. Los chistes de Jim tenían siempre buena acogida entre ellos, de manera que cuando él los invitaba a presenciar alguna broma, abandonaban en masa los billares y las car­tas y lo seguían.

Ahora bien, el consultorio del doctor se encuen­tra en el segundo piso. Junto a su puerta hay otras escaleras que conducen al tercer piso. Jim y sus com­padres se escondieron detrás de estos peldaños, en la oscuridad.

Bien, Julie llegó a la puerta del doctor y tocó el timbre. Nadie respondió. Tocó de nuevo hasta siete u ocho veces. En seguida, empujó la puerta y la en­contró con llave. De repente, Jim hizo un ruido, que ella escuchó. Esperó un momento y preguntó:

—¿Eres tú, Ralph? —Ralph es el nombre de pila del médico.

Nadie respondió y ella debe haberse dado cuenta, de súbito, que había sido burlada. Costó poco para que se cayera, mientras huía por la escalera, con toda la pandilla detrás. Durante todo el camino a su casa la persiguieron, gritándole en son de burla:

—¿Eres tú, Ralph?

—¡Oh, Ralph querido!, ¿eres tú?

Jim aseguró, más tarde, que él no podía gritar con sus compañeros, porque se moría de risa.

¡Pobre Julie! Hasta mucho tiempo después no se asomó por la Calle Principal. Por cierto que Jim y los suyos se encargaron de contar esto a todo el mundo, con excepción del doctor Stair.

Temían decírselo y no lo habría sabido jamás, a no ser por Paul Dickson. El pobre “Cuco”, como Jim lo llamaba, estaba aquí una de esas noches en que Jim aún se complacía en referir esta historia. Paul hizo lo posible por entender lo más que pudiera y, en seguida, corrió al médico con la noticia.

El doctor saltó por el aire y juró que se lo haría pagar caro a Jim. Pero esto no era tan sencillo, ya que si se sabía que él había castigado a Jim, Julie podría oírlo y saber que estaba enterado de la historia, con lo cual se sentiría aún peor. Él haría algo, pero tenía que pensar bien qué.

Bueno, unos dos días más tarde se juntaron de nuevo aquí, Jim y “El Cuco”. Jim pensaba ir a cazar patos al día siguiente y andaba en busca de Hod Meyers para que lo acompañara. Casualmente yo sabía que Hod andaba en Carterville y que no regre­saría hasta fines de semana. Como a Jim no le gus­taba mucho ir solo, estaba pensando abandonar su idea, cuando el pobre Paul se atrevió a hablar y le dijo que si quería, él podría acompañarlo. Jim pensó un momento y, en seguida dijo que valía más ir con un idiota que solo.

Me imagino que él se proponía jugarle alguna broma a Paul, una vez que estuviera dentro del bote, como empujarlo al agua; en todo caso, aceptó que Paul lo acompañara. Preguntó a Paul si había dis­parado alguna vez contra algún pato. Este contestó que nunca había tenido un arma en sus manos. Jim le prometió que si se portaba bien, le permitiría disparar una o dos veces con su escopeta. Se pusie­ron de acuerdo respecto de la hora para el día si­guiente, y esa fue la última vez que contemplé vivo a Jim.

Hacía escasamente diez minutos que había abier­to el local, a la mañana siguiente, cuando entró el doctor Stair. Parecía muy nervioso. Me preguntó si yo había visto a Paul Dickson. Yo respondí que no, aunque sabía que andaba cazando patos con Jim Kendall.

El doctor dijo que había oído que probablemente an­daban de cacería y no se explicaba esto, pues Paul le dijo que él no volvería a tener ningún encuentro con Jim, mientras viviera.

El doctor me contó cómo Paul le había informado de la broma que Jim le hizo a Julia. Agregó, además, que Paul le había pedido su opinión acerca de la travesura, a lo cual él respondió que una per­sona así no debía estar viva.

Por mi parte, yo convine en que la broma de Jim había sido un tanto grosera, pero que éste no había podido resistir jamás a la tentación de hacer alguna travesura, por chocante que fuera. Agregué que, en mi opinión, Jim tenía buen corazón, sólo que lleva­ba en la sangre la tendencia a las maldades. El doctor se fue.

A mediodía recibió un llamado telefónico del viejo John Scott. El lago donde Jim y Paul habían ido a cazar estaba en la propiedad de John Scott. Hacía unos minutos que Paul había llegado corriendo desde el lago, en dirección a la casa y decía que acababan de tener un accidente. Jim había disparado a unos cuantos patos y, en seguida, le había pasado la esco­peta a Paul para que probara suerte. Paul no manejó nunca una escopeta, de modo que se puso bastante nervioso. Sus manos temblaban de tal manera que le fue imposible controlar el arma. Apretó el ga­tillo y Jim cayó, muerto, al fondo del bote. Como el doctor Stair era el fiscal, tuvo que tomar rápidamente el coche de Frank Abbot y correr a la finca de Scott. Paul y John estaban en la ribera del lago. Paul había traído el bote hasta allí, pero no habían movido el cuerpo de Jim, esperando la llegada del médico.

Éste examinó el cuerpo y dijo que lo mejor que se podía hacer era llevarlo a la ciudad. No había necesidad de llamar a un médico legista, ya que era un caso indiscutible de accidente de caza.

Personalmente no dejaría jamás que alguien que no sabe manejar una escopeta, tenga una en sus manos dentro del mismo bote en que yo estuviera. Jim había sido un imprudente al abandonarle su escopeta a un novato, más aún tratándose de un semianormal. Puede que Jim lograra lo que merecía, pero de todos modos, nosotros lo echamos mucho de menos por acá. ¡Sin duda era un gran tipo!

¿Se peina al agua o en seco, señor?





Leído en http://www.lamaquinadeltiempo.com/prosas/lardner01.html



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