Ryszard Kapuscinski ( 1932 - 2007 ) |
Las costumbres del león
El león que está en la plenitud de su edad no se muestra muy aficionado a la caza del hombre. Tiene sus propias costumbres cazadoras, sus sabores favoritos y preferencias culinarias. Le enloquece la carne de antílope y de cebra. También le gusta la jirafa, aunque ésta resulta difícil de cazar, dados su tamaño y altura. Tampoco desprecia la ternera, por lo que los pastores encierran por la noche sus vacas en unos corrales que construyen en la selva con ramas espinosas. Semejantes cercas -que llaman goma- no siempre son un obstáculo eficaz, pues el león es un consumado saltarín y puede brincar por encima de la goma o hábilmente pasar por debajo de ella.
El león caza durante la noche y por lo general en manada, ingeniándoselas con sigilosos acechos y trampas. Justo antes de la caza, en la manada se lleva a cabo un reparto de papeles. La parte destinada a la batida empuja a las acosadas víctimas hacia las fauces de los cazadores. Las leonas son las más activas: son las que suelen atacar. Los machos son los primeros a la hora de disfrutar del festín: se atragantan con la sangre más fresca, engullen los trozos más suculentos y chupan la grasa de las médulas óseas.
Los leones se pasan el día entregados a dos actividades: digerir y dormitar. Apáticos e indolentes, durante horas permanecen tumbados a la sombra de las acacias. Ni siquiera provocados se lanzan al ataque. Si nos acercamos a ellos, se levantarán y se alejarán de nosotros. Aunque es una maniobra arriesgada, pues el salto de este depredador no dura más que una fracción de segundo. En una ocasión, mientras atravesábamos el Serengeti nos estalló un neumático. Automáticamente, salté del coche para cambiarlo. Y de pronto me di cuenta de que a mi alrededor, en la hierba alta y entre los despojos de unos antílopes, descansaban varias leonas. Nos miraron de arriba abajo pero no se movieron. Leo y yo nos encerramos en el coche a la espera de qué harían. Al cabo de un cuarto de hora se levantaron y se dirigieron tranquilamente hacia la selva, rubias, esbeltas y hermosas.
Cuando los leones salen de caza, lo anuncian con rugidos muy poderosos, que retumban por toda la sabana. Esta voz esparce un terror pánico entre los demás animales. Sólo los elefantes, que no temen a nadie, permanecen indiferentes ante semejantes trompetas de guerra. Los demás huyen despavoridos adónde pueden o se quedan allí donde estaban, paralizados por el miedo, y esperan hasta que el depredador salga de la oscuridad y les aseste el golpe mortal.
El león es un cazador hábil y temible durante unos veinte años. Luego empieza a envejecer. Sus músculos se debilitan, su velocidad se reduce y sus saltos se vuelven cada vez más cortos. Le resulta difícil alcanzar al asustadizo antílope y a la veloz y siempre alerta cebra. Hambriento, se convierte en una carga para la manada. Es un momento difícil para él: la manada no tolera a los débiles y enfermos, por lo cual puede llegar a ser su víctima. Cada vez más a menudo tiene miedo de que los más jóvenes lo maten a mordiscos. Poco a poco, se va separando de la manada, camina tras ella rezagado hasta que, finalmente, se queda solo. Lo mortifica el hambre, pero ya no es capaz de alcanzar la presa. Y entonces sólo le queda una salida: cazar al hombre. Un león de estas características recibe aquí el coloquial apodo de devorador del hombre (man eater) y se convierte en el terror de la población local. Agazapado, se pone al acecho cerca de los torrentes donde las mujeres lavan la ropa y junto a los senderos por los que los niños van a la escuela (es que, hambriento, caza también de día). La gente tiene miedo a salir de sus chozas de barro, pero incluso allí la ataca. Intrépido y despiadado, sigue siendo fuerte.
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