miércoles, 13 de enero de 2016

Javier Gaza Ramos - El ‘peligro’ de entrevistar al Chapo

“Si el Diablo me ofrece una entrevista, voy al infierno”. La frase se hizo célebre en la prensa mexicana cuando el legendario periodista Julio Scherer García la usó para explicar su entrevista con Ismael ‘El Mayo’ Zambada, uno de los líderes del cártel de Sinaloa.

Scherer no tuvo que ir tan lejos para encontrar al Mayo, uno de los capos de la droga más escurridizos en México. En la primavera de 2010 viajó a un lugar desconocido, probablemente en el Estado de Sinaloa o el vecino Durango. Cinco años después el actor Sean Penn viajaría un camino similar por la misma zona montañosa de la Sierra Madre Occidental para conocer y entrevistar al socio más famoso del Mayo, Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán.

La entrevista publicada en la revista Rolling Stone un día después de la captura del Chapo, causó furor en México. Que un actor norteamericano, junto con la estrella mexicana Kate del Castillo, pudiera llegar al fugitivo Guzmán resultó ser humillante para el gobierno mexicano. Pero la entrevista también es dolorosa para el periodismo mexicano.









El texto, a pesar de sus fallas editoriales (como darle al Chapo control sobre la historia y lo superficial de las preguntas) es un documento importante en la historia de la guerra contra el narco. Aunque dice más sobre Penn que sobre el Chapo y aunque tenemos que soportar 20 párrafos de un diario personal irrelevante y ególatra antes de llegar a la reunión en la sierra, tenemos unos vistazos de cómo piensa el capo (cuando reconoce que el narcotráfico continuará igual tras su muerte) o cómo piensa que puede engañar a los mexicanos (diciendo que recurre a la violencia para defenderse pero no empieza problemas). De un hombre vinculado, directa o indirectamente, al asesinato de miles de personas en la última década en México, la entrevista es reveladora.

Pero también es cínica, no sólo por la propaganda, sino porque ignora la historia de cómo el Chapo y su organización criminal han tratado con la prensa.

Sean Penn insiste en narrar el peligro que corría al viajar por el escabroso terreno de la Sierra Madre, el riesgo a su vida o incluso a sus partes íntimas. Seguramente nunca ha conocido a nadie que cubre realmente la guerra contra las drogas en el terreno.

En el otoño pasado, mientras comandos de la Marina mexicana buscaban al Chapo en la sierra (y después de que Penn se reunió con él) periodistas mexicanos hicieron coberturas en los pueblos donde ocurría el operativo. La dificultad del terreno y el transporte no eran tanto el problema, como sí lo era la presencia de hombres armados que formaban el anillo de protección de Guzmán. El riesgo de toparse con la gente equivocada era enorme, pero aun así reporteros viajaron a la zona y consiguieron la historia pese al riesgo personal.

¿Corrió Sean Penn el mismo riesgo? Claro que no. Él pudo viajar por los mismos caminos pero protegido por la misma gente que hacía peligroso que cualquier otro periodista se acercara a las guaridas del Chapo. Penn era cuidado y transportado por la misma gente que no quería a otros reporteros husmeando en el lugar.

Y su temor de ser blanco de una redada del gobierno resultó infundado luego de que se reveló que los comandos de la Marina detuvieron operaciones pues los actores aún estaban en la zona. Un privilegio del que no goza un reportero en México.

Una vez en el escondite, Guzmán ofreció a Penn una comida de carne asada, tacos y tequila. Quizá el actor no sabía que eventos similares ocurren con regularidad en ciudades mexicanas cuando jefes criminales quieren encontrarse con reporteros. Pero estas comidas no son opcionales, o los periodistas van o son llevados. En los encuentros suele haber un bufet similar al que Penn compartió con el Chapo, pero también se sirve algo más que la comida: una amenaza muy específica sobre lo que los periodistas pueden publicar; una lista precisa de lo que reporteros y editores que cubren el crimen local pueden y no pueden hacer; una mención muy clara del precio que se paga si hay desobediencia. Obviamente el Chapo no podía someter a una estrella de Hollywood al mismo trato, pero eso no significa que no sea una característica regular de cómo los cárteles de la droga tratan a la prensa.

En la última década, al menos 17 periodistas han sido asesinados o desaparecidos tan solo en Sinaloa, Durango, Chihuahua y Sonora (los estados donde el Chapo habría tenido escondites desde su primer escape de la cárcel en 2001) según el mapa Periodistas en Riesgo desarrollado por el Centro Internacional para Periodistas y Freedom House. Muchos otros periodistas que cubren crimen y narcotráfico han sido secuestrados, golpeados o amenazados. Es imposible saber cuántos casos se atribuyen al cártel de Sinaloa o a sus rivales, pero la mayoría son el producto directo o indirecto de la ola de violencia e impunidad desatada por jefes criminales, incluyendo al Chapo Guzmán.

He visto de cerca algunos de esos casos. En el verano de 2010 miembros del cártel de Sinaloa secuestraron a tres periodistas que cubrían un motín en la cárcel de Gómez Palacio, Durango, un lugar donde el tráfico de drogas es controlado por la organización del Chapo. Un año después, personas no identificadas prendieron fuego a un automóvil dejado frente a la puerta principal de El Siglo de Torreón, el periódico del que era editor en ese momento. El ataque se dio un día después del arresto de un importante operador del cártel de Sinaloa en la región.

¿Ordenó el Chapo los ataques? Probablemente no. Y tampoco es probable que haya ordenado a sus lugartenientes en Durango, Culiacán o Chihuahua amenazar a este reportero o aquel editor. Pero cuando ocupa el lugar más alto de la organización, la responsabilidad es la misma pues conoce muy bien los “beneficios” de la autocensura.

De Sean Penn y Rolling Stone, Guzmán obtuvo la misma autocensura que él o sus subordinados (o sus rivales y sus subordinados) regularmente imponen a periodistas mexicanos. La diferencia es que Penn y Rolling Stone la dieron después de una agradable comida en la Sierra Madre y una serie de mensajes amables, mientras que periodistas mexicanos deben enfrentar el cañón de un arma.

Hay un tono de falso heroísmo en la narrativa de Penn. Si realmente quiere conocer el peligro de cubrir a los cárteles, podría conseguirse un trabajo en un periódico de Sinaloa o Durango y cubrir historias de crimen de manera cotidiana junto con decenas de valientes reporteros y editores. Así sabría que una nota suya puede provocar la furia de cualquier jefe criminal, que lo puede convertir en una estadística más en la larga lista de periodistas agredidos en México.

* Javier Garza Ramos es periodista en Torreón, colaborador en proyectos de libertad de prensa con la Asociación Mundial de Periódicos y el Centro Internacional para Periodistas.



Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2016/01/12/mexico/1452612563_879167.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s



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