El 1967 Guy Debord publicó un libro que ha definido con progresiva agudeza nuestro tiempo: La sociedad del espectáculo. En la nueva ideología económica, un producto vale por lo que representa. El triunfo de Apple lo comprueba. Quien entra a un “templo de la manzana” no sólo consume una mercancía; consume una experiencia; ingresa a una cofradía con liturgia, talismanes y un mesías.
“El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediada por las imágenes”, escribe Debord. La política y el delito siguen esta lógica. Gobernar o asaltar (términos a veces intercambiables) no basta: eso debe llegar a la pantalla.
Durante su gestión, Genaro García Luna, titular de la Agencia Federal de Investigación, destacó por sus montajes televisivos. Cuando sus hombres detuvieron en 2005 a los secuestradores del entrenador Rubén Omar Romano, esperaron la llegada de las cámaras para simular una captura en vivo. Lo mismo ocurrió con Florence Cassez, supuesta cómplice de la banda El Zodiaco. Ya detenida, fue llevada a un sitio donde se filmó su captura. Este montaje puso en riesgo las relaciones entre México y Francia; sin embargo, el presidente Calderón nombró a García Luna Secretario de Seguridad Pública.
La detención de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, es un espectáculo a la mexicana. Un presidente construido por la televisión, que incluso al improvisar parece hablar con teleprompter, persigue a un criminal deseoso de convertir su vida en una película.
Peña Nieto se siente más cómodo en la televisión que en la realidad. No fue a Ayotzinapa después del secuestro de los 43 estudiantes y jamás encabezaría una manifestación por la paz como lo hizo Hollande después de los asesinatos en la redacción de Charlie Hebdo. Incapaz de decir los títulos de tres libros, podría decir los de 30 telenovelas.
El Chapo es un ranchero iletrado que el discurso oficial presenta como estratega de las finanzas. Su aislamiento nunca fue absoluto porque dependía de complicidades con el ejército, la policía y políticos locales. Toda libertad es relativa y la de un narco está condicionada. Indiferente a la prensa, El Chapo aprecia las canciones y las telenovelas. Orgulloso de su subsistencia a salto de mata, pensó que su destino sólo tendría sentido si desembocaba en narcocorridos y una biopic en el cine.
Casado con una actriz de telenovelas, el presidente de México se vio envuelto en el escándalo de la Casa Blanca, mansión que la Primera Dama aseguró haber comprado con la terminación voluntaria de su contrato con Televisa y que devolvió sin que se fincaran cargos de tráfico de influencias.
Mientras Angélica Rivera desempeñaba ante las cámaras el papel de Primera Dama resignada a entregar lo que le pertenece, otra actriz, Kate del Castillo, soñaba con vivir la trama de La Reina del Sur. Devorada por su personaje, aceptó un contacto clandestino con El Chapo y llevó con ella a Sean Penn, quien perfeccionó su papel del chico canallesco de Hollywood. En un juego de simulacros, los actores querían pasar de la pantalla a la realidad y El Chapo de la realidad a la pantalla.
El Gobierno mistificó los hechos diciendo que un cuidadoso trabajo de inteligencia de la Marina había llevado a la detención. En realidad, el narco fue localizado por accidente, logró escapar, robó un coche y fue detenido por dos policías que no pertenecían al operativo.
Los captores rechazaron un soborno millonario. Un ejército de sicarios podía cercarlos y las frecuencias de sus radios estaban intervenidas. Aun así, custodiaron al preso y pidieron refuerzos por teléfono. Esos hombres tenían la condición irreal de los héroes. Lo más asombroso en este país de telenovela es que ellos no estaban actuando.
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/01/15/mexico/1452890784_777330.html
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