Francisco está viajando por México sin restricciones, pero no está libre. En cada Estado hay un comisionado papal del Presidente Enrique Peña Nieto que tras recibirlo al pie de la escalerilla del avión en la comitiva del Gobernador en turno, se convierte en su sombra. Se los puso para que, de acuerdo con funcionarios de Los Pinos, estén a la mano para cualquier requerimiento de información que necesite el Papa. En buen castellano, los enviaron para inocular a Francisco y que algún evento fuera de programa con agentes sociales o políticos que se presentaran de improviso, fueran inmediatamente neutralizados. El Big Brother revivido, pero no el de Televisa, sino el de George Orwell, cuya novela “1984” describe una sociedad donde se vigila masivamente a los ciudadanos y se acotan sus libertades políticas.
Francisco está viviendo en México el paradigma de una sociedad abierta que utiliza recursos del viejo régimen autoritario. Es imposible hoy en día impedir que alguien se exprese libremente, pero sí se puede bloquear el acceso a quien busquen como destinatario de su mensaje. En este espacio se describió el lunes la forma como el Estado Mayor Presidencial acotó los espacios públicos de Francisco como nunca había sucedido en las visitas papales anteriores. En los cinco viajes de Juan Pablo II y el que realizó Benedicto XVI, la guardia presidencial se encargó de la seguridad en las calles y paró en las puertas de las iglesias y los recintos litúrgicos. En esta ocasión ocuparon de todo. La explicación fue la seguridad; en el fondo, aislaron al Papa de la gente y de todo aquello que fuera incómodo al Gobierno.
A la seguridad y vigilancia se le añadió la pinza del control político. Funcionarios federales admiten que había preocupación sobre el mensaje que daría Francisco en México, por los antecedentes que tenían. En varias ocasiones se refirió críticamente a la situación en México, particularmente la seguridad, mientras que los jesuitas, la Orden a la que pertenece, estaban muy activos y beligerantes en causas como la de los familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa que desaparecieron en 2014. Los jesuitas no tienen una buena relación con el Gobierno, y desde la campaña presidencial alimentaron el antagonismo con Peña Nieto. En su Universidad Iberoamericana, no hay que olvidar, el entonces candidato fue cuestionado y confrontado por los estudiantes, respaldados por los profesores, y vivió largos minutos de tensión e incertidumbre atrapado en un baño.
El Papa había dicho en Roma que no dejaría de hablar de los temas que afligen a la sociedad mexicana, y si bien habían acordado los negociadores mexicanos con el staff vaticano qué temas no tocaría directamente –como el caso de los normalistas-, tampoco estaban ciertos de que así sería. No había sido una negociación fácil, y los intentos de los representantes de Peña Nieto por manipular la agenda papal, habían sido infructuosos. La decisión fue colocarle una sombra a Francisco en su peregrinar por México para tener controlado, al máximo posible, quién se le acercaba, con quién hablaba y, de ser posible, de qué hablaba. No lo dejarían solo, literalmente hablando, en ningún lugar posible donde hubiera posibilidades de un encuentro inesperado con personas o grupos que el Gobierno ha querido mantener alejados de él, como los familiares de las víctimas de Ayotzinapa.
El Presidente Peña Nieto, que inyectó en Los Pinos una cultura de control rígido, con pocos espacios para la apertura y un diseño vertical en la toma de decisiones, ordenó enviar un comisionado a cada estado para que no dejaran solo a Francisco. Los Secretarios de Estado estarían ahí para cuidar los intereses del Presidente, no los requerimientos de información que pudiera necesitar el Papa. Ese flanco estaría cubierto. El de las visitas privadas o los encuentros fuera de los eventos públicos, estaba resuelto por el Estado Mayor Presidencial, que con Francisco como con todos los miembros del gabinete y funcionarios de segundo nivel a los cuales se les asigna una escolta de la guardia presidencial, reporta cada paso que toma ante la mirada de sus miembros, el Papa.
Francisco no debe saberlo, y quizás aún no se percata al estar en la burbuja de seguridad, pero el Estado Mayor Presidencial, además de brindar su seguridad, está atento de todo lo que hace y transmite sus reportes a Los Pinos. No hay nada, fuera de las habitaciones de la Nunciatura, que la guardia presidencial no sepa. Los secretarios-comisionados, son el flanco político cuyos servicios, hasta ahora, no han sido requeridos. El discurso de Francisco ha sido duro, pero el lenguaje ha sido suave.
Pero la forma como lo han blindado, en una democracia, como formalmente es México, es tan indigno como insultante para el invitado. Eso era común en regímenes autoritarios, totalitarios, pero no en sistemas abiertos. ¿Qué tanto sabía el Papa que le colocarían chaperones y lo vigilarían militares? No es posible saberlo, cuando menos todavía. ¿Está consciente el Papa de cómo lo han tratado más allá de las sonrisas y lo cálido del trato? Tampoco. ¿Pudo haber sido pactado con El Vaticano? Difícilmente. ¿Fue pactado con los prelados mexicanos? Sería una traición a su jefe religioso. En todo caso, ahora que regrese Francisco a Roma, hará bien en releer a Paz y a Kafka, que lo ayudarán a entender, a toro pasado, lo que experimentó en este México peñista de luces y sombras.
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