Si todo el Caso Ayotzinapa está focalizado en lo que sucedió en el basurero de Cocula la noche del 26 de septiembre de 2014, ¿por qué es importante determinar si ahí murieron todos o algunos de los 43 normalistas de Ayotzinapa?¿Por qué el punto de quiebre entre el Gobierno Federal y los Organismos de Derechos Humanos y los forenses extranjeros se ata a si pudo haber o no un incendio con un fuego de mil 600 grados centígrados para que en menos de 24 horas quedaran reducidos a cenizas? El significado es evidente aunque no lo veamos: la verdad sobre el basurero de Cocula responderá si el Gobierno protege al Ejército de lo que sucedió esa noche. Es decir, si la versión oficial se sostiene o hay encubrimiento.
La mayor rispidez entre el Gobierno y los organismos que coadyuvaron o asistieron en la investigación federal del crimen, está en la negativa para que puedan entrevistar a los soldados del 27º Batallón de Infantería, que está en Iguala. La PGR ya declaró a todos los soldados, pero ninguna autoridad extranjera ha tenido acceso a ellos por dos razones: la ley mexicana lo impide, y porque el Secretario de la Defensa, General Salvador Cienfuegos, amenazó con renunciar si el Presidente lo autorizaba.
El porqué es tan importante que abogados externos hablen con los soldados, tiene una clave: los testimonios publicados por el periódico El Sur de Guerrero el 15 de octubre de 2014, que narran que el 26 de septiembre el Ejército y la Policía Federal acordonaron Iguala para impedir la presencia de civiles mientras policías municipales y criminales atacaban a los normalistas. Los normalistas fueron agredidos dos veces a las nueve de la noche, sin que intervinieran los soldados. Tres horas después fueron presa de los criminales y tampoco los ayudaron. Cuando los padres de los normalistas pidieron explicaciones al Coronel José Rodríguez Pérez, entonces jefe del 27º Batallón, respondió que se habían enterado “al último”.
Mentira. Los soldados fueron testigos de lo que estaba sucediendo e inclusive ayudaron a algunos normalistas a encontrar asistencia médica luego que ellos mismos habían impedido que los atendieran en un hospital privado. ¿Por qué actuaron con pasividad los soldados esa noche? ¿Por qué si la ley les permite intervenir en situaciones de emergencia cuando hay flagrancia, como lo atestiguaban esa noche, no lo hicieron? La respuesta también está ante nuestros ojos. Lo que hicieron los soldados en Iguala es exactamente lo que les ordenaron hacer en Michoacán cuando el Gobierno Federal utilizó grupos paramilitares para que combatieran a Los Caballeros Templarios: en el momento en que procedían a aniquilarlos, sellaban la comunidad donde se daba el enfrentamiento; nadie entraba y nadie salía hasta que fuera momento de recoger a los muertos.
La forma como actuaron los soldados en Iguala es un patrón. Se comprobó en diciembre de 2014, cuando los grupos de Antonio Torres, Simón El Americano, y de Hipólito Mora, uno de los fundadores de las autodefensas, se enfrentaron por seis horas –el saldo fue de 11 muertos- en La Ruana, Michoacán, sin que los soldados o la Policía Federal intentaran frenar el choque. La lógica que había utilizado el Gobierno Federal en Michoacán era de una limpieza entre criminales, que a través de esos enfrentamientos, se depurarían. El verbo “depurar” es el mismo que utilizó el entonces Procurador General, Jesús Murillo Karam, cuando explicó en Los Pinos lo que había sucedido en Iguala el 26 de septiembre. Se trataba, dijo en ese entonces, de “una depuración entre narcotraficantes”, por lo que se puede alegar, los soldados siguieron las mismas órdenes que en Michoacán.
En Michoacán, que al iniciar 2014 estuvo a punto de caer en una guerra civil entre Los Caballeros Templarios y grupos de autodefensa civil armados por el Gobierno Federal con la participación del Cártel Jalisco Nueva Generación, se desplegó una estrategia de Guerra de Baja Intensidad, cuya dinámica obedece al cambio, el descontento, la pobreza, la violencia y la inestabilidad, que “interactúan para crear un entorno conductivo” al desarrollo de esa estrategia. La intensidad derivada del sentir de injusticia determina el grado en el cual participan la población en la violencia, de acuerdo con la teoría establecida en el Manual de Campo 100-20 del Ejército de los Estados Unidos, Military Operations in Low Intensity Conflict (Operaciones Militares en un Conflicto de Baja Intensidad), que explica la confrontación político-militar en una guerra no convencional.
La Guerra de Baja Intensidad, nueva en Michoacán, era vieja en Iguala. El 27º Batallón de Infantería nació en los 70s en respuesta a las guerrillas de Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas, formados por cierto, en la Normal de Ayotzinapa, y que fue la base para la guerra sucia en el estado entre 1968 y 1974. Los soldados en Iguala no podían ser ajenos a lo que sucedía en esa comunidad y a la relación orgánica de las autoridades con la banda criminal de Guerreros Unidos. Su papel en la zona es táctico y recogen inteligencia en la población. Formaban parte de una estrategia y ahora son sospechosos centrales para el mundo en un crimen de alto impacto internacional. Los soldados están pagando por seguir órdenes. Iguala es como el 2 de octubre de 1968: las torpezas del poder civil dispararon al corazón de las Fuerzas Armadas. Lo que hicieron, por culpa de los otros, no se olvidará.
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