Desde hace años, uno de los elementos componentes más destacados del debido proceso es la posibilidad de contar con un abogado gratuito en los juicios penales. En un Estado que se concibió a sí mismo como liberal, era de la mayor importancia otorgarles a todas las personas la oportunidad de defenderse a fin de no ser privadas de su libertad. El Estado nombraba abogados, los capacitaba y remuneraba a fin de ponerlos a disposición de sus posibles solicitantes.
La existencia de los servicios apuntados fue adquiriendo un carácter generalizado, hasta llegar a ser un derecho humano. Hoy en día tiene ese reconocimiento como tal, en muchos sistemas jurídicos nacionales y supranacionales. Más allá de su incorporación al orden jurídico, lo cierto es que en diversos sistemas su garantía ha sido más formal que real. Lo que a los particulares se les ha otorgado finalmente es la posibilidad de contar con abogados y poco más. De hecho, con personas mal preparadas, mal pagadas, con escasos medios de actuación, con enormes cargas de trabajo y, en no pocas ocasiones, con el mínimo conocimiento de aquello que deben defender. La suma de estos elementos negativos ha provocado que las personas procesadas cuenten con una defensa, sí, pero que esta sea tan ineficaz que los deje en estado de indefensión. La existencia de tales condiciones ha propiciado un muy interesante momento. Por una parte, la marca liberal del Estado puede mantenerse en cuanto se proclama la más amplia y generosa posibilidad de defensa, pero, por otra, no se originan los medios para hacerla completa. Quien deba ser castigado lo será legítimamente.
La prestación gratuita de servicios de abogacía está en crisis debido a la doble naturaleza del derecho de defensa. Por una parte, su pedigrí liberal le da una fuerte presencia constitucional y simbólica pero, por otra, su condición prestacional ha llevado a desvanecerlo en tanto conlleva gasto público. Al no correr los mejores tiempos para el Estado social, el derecho se ha ido disolviendo en su mera satisfacción formal.
Es en este contexto particular que resulta de la mayor importancia una sentencia dictada a finales del año pasado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que prácticamente no ha recibido atención. En el caso Ruano Torres y otros contra El Salvador, la Corte partió de la premisa de que los individuos debían ser considerados como sujetos de los procesos y no como objetos de los mismos. Entendió que el derecho a la defensa se proyectaba en dos vertientes en el proceso penal: por una parte, posibilitando las actuaciones que quisiera realizar el imputado por sí mismo y, por otra, las que él debe desplegar a través de su abogado. Este debe realizar una defensa técnica, ejercida desde luego por un profesional del derecho, la cual deja de realizarse, a juicio de la propia Corte, cuando no se despliegue una mínima actividad probatoria, no se presenten argumentos a favor de los intereses de los imputados, se carece de conocimientos jurídicos, no se presenten los recursos en detrimento del procesado, no se fundamenten los propios recursos o se abandone la defensa.
La decisión de la Corte Interamericana es vinculante para los Estados que han aceptado su jurisdicción. Por lo mismo, se ha internalizado en los órdenes jurídicos nacionales. Los distintos órganos de estos deberán verificar que en los procesos penales la defensa material quede garantizada. Más que suponer que esta es una trampa o un beneficio absurdo en favor de los procesados, es conveniente llevar a cabo las tareas de capacitación y asignación de recursos para que las defensorías públicas operen adecuadamente. Los procesados, las víctimas y los ofendidos deben contar con sólidos derechos humanos y no con meras enunciaciones de los mismos. En caso de que ello no se logre, los Estados del Sistema Interamericano serán condenados y su población deberá ser reparada.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México. Miembro de El Colegio Nacional. @JRCossio
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/05/03/actualidad/1462302371_362092.html
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