Hubo un tiempo en el que un fantasma llamado marxismo recorrió Europa; ahora el enojo social es el que recorre el mundo como forma de expresión política. El último ejemplo de estos tiempos modernos que aglutinan fuerzas antisistema, enfado colectivo y reino de las redes sociales han sido las elecciones a gobernador en 12 Estados de la República mexicana. En esos comicios del 5 de junio, las encuestas no sólo fueron incapaces de detectar las intenciones de los votantes, sino que tampoco previeron que el mismo fenómeno que ha aupado a la coalición Unidos Podemos como la segunda fuerza política en España, a Donald Trump y a Bernie Sanders en el proceso electoral de Estados Unidos y a un candidato de extrema derecha que se quedó a sólo 30.000 votos de convertirse en presidente de Austria, también ha llegado a México.
Lo que ocurre es que el Estado mexicano vive instalado entre el surrealismo y una capacidad para vivir en tiempos políticos y sociales completamente distintos al resto del mundo con una traducción muy sui generis de los grandes movimientos que imperan en el planeta. Un país gobernado por un partido cuyo nombre (Partido Revolucionario Institucional) es ya en sí mismo una paradoja dialéctica es capaz de lograr cualquier cosa.
En ese sentido, los primeros análisis electorales sostienen que un partido gana y otro pierde. Una lectura tramposa, en mi opinión, porque lo único que sucede es que en el sistema político mexicano si uno no está en un partido, no tiene presupuesto y si no se forma parte del entramado institucional no hay manera de competir. Es más, los ganadores no han sido los representantes de una ideología ni de unos colores. Han ganado quienes, a pesar de militar, por ejemplo, en el Partido de Acción Nacional (PAN) —con dos presidentes salidos de sus filas y 12 años de poder absoluto— lograron encarnar a los antisistema dentro de su organización política a pesar de no tener apoyo, como el gobernador electo de Chihuahua, Javier Corral. Otro ejemplo es Quintana Roo, donde el vencedor, Carlos Joaquín González, tuvo que darse de baja en el PRI, que le impedía presentarse, para pasarse a la alianza formada por el PAN y el PRD (Partido de la Revolución Democrática).
Así que el fenómeno está claro: no ganaron los partidos, ganaron los antisistema. Pero ese entramado también nos permite establecer una relación entre la crisis de los medios de comunicación tradicionales y la de los sistemas políticos. La realidad se ha vuelto tan virtual que resulta más real lo que pasa en las redes sociales —aunque la mayoría de las veces sea mentira— que la realidad misma. Y en ese fenómeno de depreciación de los sistemas y desprecio hacia el imperio de la corrupción, está perjudicando a los viejos medios.
Gracias a las nuevas tecnologías, el empoderamiento ciudadano no sólo recrea el espíritu del ágora ateniense y da al pueblo la oportunidad de que su voz se escuche primero, sino que además se cuestiona la autoridad de una prensa a la que muchas redes sociales aspiran ya claramente a sustituir, representante de otro tipo de casta, último refugio de un mundo que se resiste a desaparecer. Un mundo en el que aún se espera que una mañana al despertar se haya terminado la pesadilla de Twitter, de Facebook o de Instagram y pueda pasarse de la comunicación política de los emoticones a aquella que transmiten la radio, la televisión y los periódicos. Y así poder instaurar un análisis más profundo y un entorno menos pasional, menos emocional y teóricamente más reflexivo.
Leído en
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/06/12/mexico/1465757265_872530.html
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