sábado, 16 de julio de 2016

María Luisa Mendoza - No era ni chango viejo

No se trata exactamente de suicidarme por la absurda, cruel y estúpida muerte de Bantú, después de todo nada más era un gorila —como si el mundo, el mío, estuviera apretujado de gorilas, lo cual desgraciadamente ha de ser cierto—. Tampoco el asunto es desgarrarse el camisón como cuadro al óleo de los revolucionarios franceses de Delacroix, con un seno de fuera y la bandera al aire a fuer de ya basta de barbaridades… nada más de echar del pecho tanta pena y desesperación como en las canciones de antes para llorar a un mugroso amor ido (la gran cosa).

Pero por respeto propio a sí misma y a la posición de defensora irredenta de los animales que al final de cuentas no tienen líderes ni gobernantes que les suelten la morralla, avisarle al respetable que soy de los cursis gimoteantes y dolidos deudos del gran chango que ni siquiera era un chango viejo, sino el cabezón picudo que al verme en Chapultepec, cuando yo hacía la escena de dirigirlo, se pegaba tamaños puñetazos en el pecho y corría como yo cuando era joven.











Ese animalazo siempre estuvo cuidado, amado en lo posible, curado y vigilado por María Elena Hoyo, la directora del zoo en aquel entonces. Era ella bonita como una mañana en la Presa de la Olla de Guanajuato, su mamá es la Nena Bastien, la hija más bonita de un rico librero español y guanajuatense. Nos daba envidia la Nena por ser tan feliz con un novio que la adoraba. María Elena se volvió famosa en México por su amor a los animales al grado de dirigirlos. Su época en Chapultepec no tiene par, los animalitos caminaban como en el paraíso y ella le hablaba tal una madre a sus hijos, como yo a mis perros.

El zoo no me preocupaba porque María Elena no comería, pero las jirafas, los leones, los elefantes, los hipopótamos no tuvieron hambre ni frío nunca bajo su batuta misericordiosa e inteligente. Cuando murió de viejo un oso (trato de recordar) le mandó hacer a Gorky, el gran hacedor de maravillosas lozas y artesanías, una lápida enorme que pusimos afuera de su jaula al enterrarlo entre leves sollozos y muchas tristezas.

¡Qué diferencia de esta muerte infame del cabezón Bantú, tan cariñoso, inofensivo, que soñaba con sus papás de la selva, con la novia que merecía, y que fue el más feliz cuando rehicimos el zoo bajo la mano genial del arquitecto, ese si precioso, Legorreta, que le construyó un gran campo con cristales enormes sin rejas para que los pobres mexicanos que no tenemos casi nada lo viéramos hacer su monadas de mono en la cárcel. Yo lo contemplé diez años en un amor incomparable al que le tuvo María Elena, aquella jovencita de pelo largo y tupé, con la mirada llena de niños asomados a la vida.

Esta vez iba a escribir de la soledad partidista, de cómo sentimos miles de priistas que se nos escapa el partido. Es que nunca en mi vida vi en la explanada, en los corredores, en las oficinas, al nuevo presidente Enrique Ochoa Reza (sí, reza) (y yo por él).



Leído en http://www.excelsior.com.mx/opinion/maria-luisa-mendoza/2016/07/16/1105281



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