Entre lunes y martes estaba previsto que el Consejo Político Nacional del PRI nombrará a su nuevo dirigente nacional. La presidente interina del partido, Carolina Monroy, dijo en la víspera que el jueves iniciaría el proceso para lanzar la convocatoria. Pero como en tiempos de una Presidencia priista quien es dueño de los tiempos y las decisiones es el inquilino de Los Pinos, Enrique Peña Nieto decidió, en vista de sus tiempos, más allá de trámites y procedimientos, que el destinatario de su deseo sacara la cabeza. Enrique Ochoa, director de la Comisión Federal de Electricidad, tras una comparecencia en el Senado, respondió las preguntas de la prensa. “El mayor honor sería presidir al PRI”, dijo. Ochoa recogió rituales que son caducos para un PRI que está caduco. Pero al mismo tiempo, para ese partido obsoleto, ¿es la solución un forastero?
Ochoa no es ajeno al PRI, pero no tiene un ADN tricolor salvo por el que pudo haber recibido por ósmosis. Fue compañero de cuarto de Alejandro Murat, gobernador electo de Oaxaca, cuando estudiaron sus posgrados en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y de ahí se hizo cercano a su familia. Ochoa, con esas venas mexiquenses prestadas –Murat era funcionario en el gobierno de Peña Nieto y su madrastra miembro de la aristocracia de Atlacomulco- se acercó al círculo interno del entonces candidato presidencial del PRI, quien al pedirle a su asesor Aurelio Nuño la elaboración de la Reforma Educativa, hizo el trabajo fino en la redacción –de él es la controvertida medida de la evaluación a docentes como método de premio y castigo- de la iniciativa cuestionada.
No pertenece a la gerontocracia priista, pero tampoco es un joven (nació en 1972). No tiene experiencia de partido, pero sí en materia electoral. Estos antecedentes ya motivarían un análisis sobre si dentro del partido, alguien que no tiene raíces ni trabajo de calle con las estructuras, sino que proviene de la élite gubernamental a la que más le achacan los negativos que contribuyeron a sus recientes derrotas electorales, podrá será un factor de división más que unión, de resta más que suma. ¿Acaso de escisión? El presidente Peña Nieto no tiene el consenso dentro de su propio partido, donde cada vez son más abiertas las diferencias con su forma de conducción nacional. Pero no parece importarle mucho.
Optó por Ochoa, con quien tiene una muy buena relación y a quien llama de manera espontánea y regular a Los Pinos para hablar de temas que no tienen que ver con el sector energético.
Tan indiferente parece ser el Presidente a lo que pasa en las calles, que la prensa interrogó a Ochoa justo después de comparecer ante legisladores que lo llamaron para que explicara porqué incrementó las tarifas de electricidad, que era el ejemplo que presumía el gobierno como los beneficios que acarreaba la Reforma Energética. Es decir, al enemigo público del día de millones de mexicanos porque sus recibos de luz subirán, el Presidente encargó dirigir al partido para las elecciones estatales de 2017, y la campaña presidencial de 2018, y lo mandó a la arena pública para que los rumores se convirtieran en certezas.
¿Por qué piensa Peña Nieto que Ochoa es el mejor calificado para el timón del PRI en la peor época de su existencia? Sería interesante una introspección en la mecánica de su mente político-electoral. Pero esto es retórico porque no va a suceder. Lo que sí se puede medir es la forma como el PRI viene cayendo desde las elecciones federales del año pasado, cuando pese a ganar la mayoría en el Congreso –gracias a sus alianzas-, su presencia territorial bajó. En la comparación a la par con partidos, sólo tuvo 11 mil 766 votos más que el PAN.
En las elecciones de 12 gubernaturas el cinco de junio, obtuvo 18 mil 27 votos más que los panistas, que le arrebataron estados donde nunca había perdido el PRI. En el desdoblamiento microscópico del país –que Peña Nieto no vio en 2015 y no está claro si lo observó en 2016-, el PRI sólo tiene el control en 7 de 32 congresos locales, y su principal aliado electoral, el Partido Verde, está a punto de perder el registro en nueve estados. En tres años ha dejado de gobernar a más de 20 millones de mexicanos, y los números siguen creciendo.
El PRI de Peña Nieto arrastra un rendimiento decreciente que no se va a revertir con cambios cosméticos. Una parte del combustible de su caída es la percepción que es un Presidente que no gobierna bien, que acompañan las métricas económicas y de seguridad que muestran claramente a un gobierno deficiente. Las denuncias de corrupción y flamboyante impunidad son un agregado tóxico a la realidad que rodea a Peña Nieto. La designación de Ochoa generó reacciones inmediatas dentro de los priistas, que encuentran difícil de entender esta nueva decisión, pero Peña Nieto luce refractario.
“Tenemos que cambiar y escuchar a la ciudadanía”, dijo Ochoa a los periodistas en el Senado. “Tenemos que ser un partido más transparente que encabece cambios y que atienda las solicitudes de los ciudadanos que quieren tener un mejor país”. No parece ser esta la razón de la decisión, pero este es el mensaje de Peña Nieto al PRI y al país: el futuro es lo que él piensa, y que la realidad lo desmienta-–como hasta ahora, se le olvida, ha sido.
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