¿Debe preocupar a Enrique Peña Nieto el triunfo de Andrés Manuel López Obrador como aspirante único de la izquierda mexicana para el 2012? De entrada, la respuesta es sí. Durante años, los agoreros profesionales gastaron saliva profetizando la fractura de la izquierda. Se equivocaron porque olvidaron, sobre todo, el carácter político y personal de Marcelo Ebrard. Pragmático y cauteloso —temeroso, dirían algunos—, Ebrard siempre tuvo claro que el 2012 será el último tren para López Obrador pero no para él. Si AMLO gana, Ebrard también. Si pierde, las cosas no estarán tan claras, pero las probabilidades de que el jefe de Gobierno pudiera “quedarse con la izquierda” y hasta con buena parte del capital político lopezobradorista son considerables. Pero Ebrard sabe que todo eso depende de su lealtad en el 2012. Por eso ha optado por ese pragmatismo disfrazado de altura moral (en cualquier caso, actitud loable). Y es verdad: la estrategia de Ebrard deriva en la que debe ser, sin duda, la principal preocupación priista en este momento: la unidad de la izquierda. No es lo mismo pelear contra un enemigo dividido que hacerlo contra filas disciplinadas. Estoy prácticamente seguro
de que en un buen número de
cálculos priistas no estaba enfrentar a un solo candidato de izquierda. En ese sentido, pues, Peña Nieto debe estar, al menos, pensativo.
de que en un buen número de
cálculos priistas no estaba enfrentar a un solo candidato de izquierda. En ese sentido, pues, Peña Nieto debe estar, al menos, pensativo.
Pero hay otra lectura que, creo, terminará por ser más importante cuando llegue el momento de hacer la crónica de la elección del 2012. A pesar del pacto de la izquierda, el PRI seguramente prefiere como rival a López Obrador. La razón es simple: es más fácil resistir los embates de un antagonista percibido como radical por un segmento importante del electorado. Ese es el caso aquí y en otras democracias medianamente normales. El caso estadunidense, por ejemplo, es interesante. En un análisis que ha suscitado una intensa polémica, el especialista en estadística político-electoral Nate Silver explicaba hace unas semanas que Barack Obama se beneficiaría notablemente si el Partido Republicano opta por nominar a un candidato ultraconservador antes que a un político más moderado. Silver hizo números y concluyó que, ceteris paribus, Obama tendría apenas 17% de probabilidades de reelección en caso de enfrentar a Mitt Romney, un republicano de centro, en comparación con un notable 41% si el rival es alguien como Rick Perry, el conservador radical, gobernador de Texas. Resulta, explica Silver, que los presidentes en funciones se han reelecto seis de las ocho veces en las que han enfrentado rivales de posiciones y percepciones públicas más radicales. Es cierto, obviamente, que Enrique Peña Nieto está lejos de ser un presidente que busca una reelección, pero sí es un puntero con una ventaja considerable. A reserva de que ocurra algo inusual —como errores flagrantes de estrategia o algún escándalo considerable—, el puntero debe sólo evitar que su rival se quede con el voto independiente o indeciso para tener una posibilidad alta de triunfo.
En ese contexto, López Obrador debe ser un rival cómodo para Enrique Peña. No es casualidad que el propio candidato de izquierda haya adoptado un discurso no sólo moderado sino auténticamente conciliador, “amoroso”. Ejemplos sobran: enfrentado con las declaraciones discordantes de Jesús Ortega el fin de semana, AMLO fue contundente: “No voy a pelearme con nadie”. Claro que no lo hará, o al menos tratará de evitarlo: sabe que cada palabra que refiere a los matices más radicales de su personalidad lo alejaría del centro y del favor de los electores más moderados. Y eso lo coloca en una encrucijada muy compleja: necesita golpear al puntero para que Peña pierda puntos pero no puede hacerlo abiertamente porque eso reforzaría sus “negativos”. En otras palabras, a López Obrador no le queda espacio para radicalizarse. A Marcelo Ebrard, en cambio, le sobraba margen. Percibido como un político de centro-izquierda, auténticamente conciliador, Ebrard podía darse el lujo de ir tras Peña con la espada (retórica) desenvainada. La izquierda, para su desgracia, optó por otro camino.
Lo mismo en http://impreso.milenio.com/node/9066327
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