· Verdades evidentes
A cualquiera que se interese en el núcleo duro del proceso político en
México y el mundo, le resultará evidente que hoy la autoridad
gubernamental a duras penas puede controlar las conductas de las grandes
concentraciones de capital y, en ocasiones, ni eso. En nuestro país, un
ejemplo es el caso de la Comisión Federal de Competencia (CFC), cuyo
presidente declaró, como forma de pedir auxilio, que los dos gigantes
que dominan la televisión abierta en México -Televisa y Televisión
Azteca, que concentran el 94.4% de la audiencia- le presionaban para que
aprobara la unión de ambas televisoras en Iusacell para ofrecer el
llamado "cuádruple play" (telefonía fija, móvil, televisión e internet).
Sin embargo, una vez tomada la decisión, la CFC se quedó muda, parecía
que en vez de regir quería pasar desapercibida.
La Constitución mexicana prohíbe la existencia de monopolios y prácticas
monopólicas. Sin embargo, lo que hoy intenta el gobierno ya no es que
se cumpla con la norma, sino apenas contener o desacelerar el avance de
un proceso monopólico muy agresivo.
· De soldado a jefe del jefe
En sus orígenes, la industria de la televisión mexicana estaba
claramente subordinada a la voluntad presidencial, centro de un régimen
político autoritario. En una célebre declaración, Emilio Azcárraga Milmo
afirmó "Soy soldado del PRI y del presidente" (citado por Carlos
Monsiváis, Proceso, 20 de abril, 1997, p. 58). Como bien lo explican
Claudia Fernández y Andrew Paxman, el ser soldado del PRI y del
Presidente significaba entonces, ente otras cosas, la subordinación
total del contenido de los noticieros de Televisa a las necesidades
políticas del régimen hasta llegar a la desinformación -sobre todo en
tiempos electorales-, en una sociedad donde las mayorías sólo se
informan de política por la televisión. Esa relación de subordinación le
resultó extraordinariamente fructífera a la televisión pero fue a costa
del interés nacional (El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio Televisa,
México: Grijalbo-Mondadori, 2001, pp. 381-417 y 483-510).
La situación anterior ha sufrido un gran cambio, de casi 180 grados, en
los últimos 20 años. De soldado, el consorcio televisivo se convirtió en
general y comandante en jefe del gobierno. Hoy el subordinado es el
Estado. Y es que el sometimiento original de los grandes monopolios
mexicanos a la voluntad presidencial experimentó un cambio notable
cuando coincidieron dos procesos, uno local y otro mundial: la caída del
sistema priista y el triunfo mundial de la lógica del mercado, la
privatización, la desregulación neoliberal y el consecuente aumento de
los excluidos y de la concentración de la riqueza a nivel global. El
resultado ha sido lo que vivimos hoy en México (y en otros países,
notablemente Estados Unidos), donde el Estado ha perdido mucho de su
antiguo control, y en ocasiones todo, sobre las grandes concentraciones
de capital. El resultado final es que la sociedad -ese 99% del que
hablan los "indignados" y los "occupy Wall Street"- se ha quedado más
desprotegida de lo que ya estaba.
· La teoría
En la ciencia política tradicional se desarrolló un enfoque para
examinar la relación Estado-sociedad, que solía colocar al Estado en el
extremo superior de un espectro de distribución del poder y a la masa
ciudadana en el otro. Y para explicar la relación entre la poderosa
maquinaria política y burocrática estatal y la multitud de individuos
aislados, casi inermes, se ponía el acento en el espacio intermedio,
ocupado por las organizaciones que servían para unir y mediar entre
ambos extremos: partidos, ONG, iglesias, etcétera. Así, en un sistema
democrático, una sociedad civil fuerte se movilizaba para impedir que el
Estado avasallara a la sociedad y para que el ciudadano hiciera llegar
sus demandas a las instituciones de gobierno y vigilara su cumplimiento.
En contraste, en el sistema totalitario, el Estado impedía la creación
de organizaciones ciudadanas independientes y en cambio creaba las
corporaciones, desde sindicatos hasta clubes deportivos, pasando por
empresas, instituciones educativas, culturales, etcétera, que le servían
para controlar y manipular toda la vida social. En algún punto
intermedio, combinando características de los dos modelos básicos, se
encontraba el régimen autoritario, como ese que dominó en México en el
siglo del PRI. Pues bien, ese enfoque tradicional donde el gran aparato
estatal se encontraba en el extremo de la mayor concentración de poder,
ya no explica bien lo que está aconteciendo en el siglo XXI, al menos no
en México.
Un historiador inglés y uno de los grandes intelectuales públicos de
nuestra época, Tony Judt, sugiere un cambio en el modelo Estado-sociedad
clásico. En un ensayo publicado en 1997, Judt indicó que para entender
la situación actual debemos colocar al Estado ya no en la cima del
espectro de la distribución del poder, sino apenas en el medio. Y es que
a partir del triunfo en la Guerra Fría del capitalismo global, en
muchos países el Estado ha perdido tanto terreno que ha sido degradado
dentro de la estructura nacional e internacional del poder. Por esa
razón muchos gobiernos son ya meros intermediarios entre las grandes
concentraciones privadas de poder económico y una sociedad que impotente
ve cómo se está destejiendo la red de protección de las mayorías que
alguna vez se tejió al dar forma al Estado benefactor (Reappraisals.
Reflections on the forgotten twentieth century, Nueva York: Penguin,
2008, pp. 423-424).
Judt no está cierto del destino final del proceso anterior, pero le ve
serias fallas. Admite lo obvio, que el Estado siempre será un mal
administrador, pero sostiene que el mercado, sobre todo el global, no es
la vía para enfrentar demandas como la salud pública, la educación, la
cultura, la protección del medio ambiente, la infraestructura, etcétera.
Dejado a su propio arbitrio, la libre circulación de bienes y capitales
desemboca en una concentración excesiva de recursos en manos privadas y
se convierte en una amenaza a la libertad, a la democracia, a los
derechos sociales adquiridos y a la armonía colectiva. Hoy el Estado es
la principal defensa del individuo frente a la creciente fuerza del
capital y a lo impredecible del actual proceso de cambio.
Si finalmente se acepta que el Estado se degrade hasta quedar como una
entidad semiimpotente, como pareciera indicar su evolución en México,
terminaría por ser un problema incluso para los ganadores del proceso.
Tarde o temprano, la tendencia oligárquica a la concentración de los
beneficios y privilegios acabará con lo que queda de legitimidad de un
orden político donde la justicia formal y la sustantiva brillen por su
ausencia.
· La experiencia
Durante buena parte del siglo XIX, la sociedad mexicana vivió los
efectos de un Estado pobre, inútil y corrupto; repetir en el siglo XXI
esa experiencia es inaceptable. En aquel periodo histórico, la debilidad
del Estado redundó en el fortalecimiento de los cacicazgos locales, en
debilidad frente al enemigo externo, ascenso del bandidaje y la
inseguridad, deterioro de la infraestructura, imposibilidad de planear
las inversiones de largo plazo, impotencia de la legalidad, desconfianza
del futuro, polarización social y, finalmente, la pérdida de la
oportunidad histórica de disminuir la distancia que nos separaba de los
países que entonces marcaron la dirección y ritmo del desarrollo.
Hoy ya se dejan sentir las desventajas crecientes para el grueso de los
mexicanos de un Estado que no puede tener un fisco fuerte, que no es
capaz de cumplir con su papel de proveedor de servicios públicos de
calidad, que es inepto para poner límites efectivos al crimen
organizado, que no puede hacer frente con eficiencia a emergencias
ambientales -la sequía o las inundaciones, por ejemplo- y que en su
defensa del interés de la mayoría es puesto contra las cuerdas por los
intereses monopólicos de una minoría que, en la práctica y como bien se
ha señalado, "no tiene llenaderas" ni visos de autocontrol.
· En conclusión
El triunfo del capitalismo del mercado global sobre cualquiera de sus
alternativas ha tenido como consecuencia el debilitamiento del Estado al
punto que en México ya ni siquiera puede desempeñar aceptablemente el
modesto papel de institución intermedia que defiende los intereses del
individuo cada vez más impotente frente al creciente poderío de las
concentraciones monopólicas. Revigorizar al Estado, hacerlo eficiente y
dedicarlo a velar por las mayorías, es hoy un acto de defensa propia del
ciudadano y bandera y razón de ser de la izquierda.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/643/1284872/
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