El 4 de noviembre de 2010 publiqué aquí un texto titulado “¿Por qué no hay una Dilma en la política mexicana?” Dilma Rousseff acababa de arrasar en las elecciones presidenciales de Brasil y ocuparía el lugar del mítico Luis Inazio Lula da Silva.
El razonamiento era sencillo. Un número considerable de mujeres había ocupado significativas posiciones de poder en la era democrática. Ninguna, sin embargo, se perfilaba para ser Presidenta de la República en 2012. Chile había tenido a Michele Bachelet, Argentina a Cristina Kirchner y Brasil estrenaría a Dilma. ¿Qué pasaba con las mexicanas?
Pese a que referí, con escepticismo, que la baraja se limitaba a Beatriz Paredes y Josefina Vázquez Mota, la entonces coordinadora de los diputados del PAN se molestó y dijo en entrevistas que yo estaba muy equivocado.
Tenía razón Josefina. Reconozco. Apenas antier escribí que si conseguía superar tres premisas (unir al panismo, mandar rápidamente al tercer lugar a Andrés Manuel López Obrador y ofrecer una seductora continuidad corregida del calderonismo ante el eventual retorno del PRI), podría pelearle el triunfo a Enrique Peña Nieto.
Josefina ganará, no por ser mujer: creo que México está más adelante del soso debate de géneros. Ganará si, ante dos tiburonazos, es capaz de convertirse en una gran candidata, con una oferta clara y creíble en seguridad, empleo, productividad y combate a la corrupción e impunidad. Si le pone una sonrisa realista a sus promesas.
Como sea, y peleando a contracorriente, es ya una candidata fuerte, de peso, atractivo. Y eso la vuelve, de alguna forma, en una Dilma mexicana.
En la primera Dilma mexicana.
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