François Gibault vio entrar a Jean-Marie Loret en su despacho. Muy decidido, le soltó de golpe: “Soy hijo de Adolfo Hitler”.
Por donde quiera que se le vea, la historia de Jean-Marie Loret es por lo menos una tragedia descomunal. Vive sus días como muchos hombres y mujeres que desconocen su origen preciso en ausencia de su madre o de su padre, o peor aún, de los dos. Sabe algo de sus primeros años de vida, pero sólo vagos trazos de un retrato de época que alguna vez le dibujó su madre. Una muy mala época en realidad. Y no ha dejado nunca de hurgar bajo las piedras del pasado, en los rincones de la historia y en buena parte de la geografía.
Un día de 1979, el abogado François Gibault vio entrar a Jean-Marie Loret en su despacho parisino. Muy decidido, se plantó frente a su escritorio y le soltó de golpe: “Soy hijo de Adolfo Hitler; dígame qué debo hacer”. De entrada, el litigante le aconsejó no indagar más sobre la identidad de su padre y dejar el pasado donde estaba. Si su padre fue el hombre que privó de la vida a millones de personas con los peores modos y puso de cabeza a buena parte del mundo con sus ambiciones criminales, no conocería sino vergüenza y odio. Si no era, tendría que seguir viviendo con ese vacío que atormentaba su existencia, condenado a buscar sin cansancio el origen de su identidad, como un personaje de tragedia griega.
Jean-Marie Loret lo interrumpió para dejar en claro sus motivos, más allá de la persecución del fantasma de su padre. Quería cobrar su herencia: lo que le podría corresponder por los derechos de autor del libro Mi lucha, el ideario que Hitler escribió mientras purgaba una condena carcelaria por su intento de golpe de Estado en Alemania en noviembre de 1923, del que se hicieron circular millones de ejemplares hasta que fue finalmente prohibido, luego de la guerra. Quería disponer también de los jugosos fondos que el Führer mantenía en secreto en una cuenta bancaria en Suiza.
Llevado tal vez por esa sombría ambición, el hombre echó mano de todos los recursos a su alcance, que no fueron poco. Para empezar, indagó entre los historiadores, vagabundeó por los viejos paisajes de su infancia, interrogó a los lugareños, acudió luego a solicitar los servicios de una experta en identificación por el método de la fisonomía comparativa, y buscó la ayuda de especialistas del Instituto de Antropología y Genética de la Universidad de Heidelberg, que encontraron finalmente que él y su presunto padre pertenecían al mismo grupo sanguíneo, y realizaron luego complicados estudios comparativos psicografológicos entre ambos. Jean-Marie Loret obtuvo finalmente lo que buscaba: los expertos dictaminaron que sí, que era sin duda el hijo de Adolfo Hitler. Una serie de referencias fotográficas avalaba el veredicto: había un aire de familia entre ambos. Sin embargo, para su angustia y frustración, los historiadores serios pusieron el grito en el cielo. Entonces Loret expuso también su testimonio. Habló de sus recuerdos, de los soldados alemanes que durante el periodo de la ocupación de Francia por las tropas nazis llevaban en el mayor sigilo sobres con dinero en efectivo, que entregaban a Charlotte Lobjoie, su madre. Relató cómo, a sus 16 años, Charlotte había conocido a Hitler en los días de la Primera Guerra Mundial. El Führer era entonces un joven soldado del ejército alemán que combatía contra las tropas francesas; durante un descanso, llegó a un pequeño poblado cerca de Lille, donde llamó la atención de las jóvenes aldeanas por sus empeños en dibujar y pintar escenas de su vida cotidiana. Charlotte se le acercó para que le hiciera un dibujo. Se frecuentaron luego durante algunas semanas y unos meses más tarde nació Jean-Marie.
Entre sus recuerdos mira a su madre contándole apenas cómo eran aquellos días y reconstruyendo la imagen del supuesto autor de sus días: lanzaba encendidos discursos por doquier, aunque nadie lo escuchara, y hablaba con elocuencia de la historia de Prusia, Austria y Munich. Charlotte nunca lo entendió, entre otras razones porque no hablaba alemán. Se distanciaron, se separaron y Jean-Marie, marcado por el estigma de ser un hijo de boche, como llaman con desprecio los franceses a los alemanes, nunca fue reconocido. Peor aún, Charlotte, fallecida a comienzos de los años 50, lo entregó en adopción a otra familia.
Jean-Marie, que ha vivido sin padre ni madre, escribió en 1981 un libro, Tu padre se llamaba Hitler. El resultado fue idéntico al que obtuvo con sus averiguaciones científicas: nadie le prestó la más mínima atención.
Hoy, a sus 94 años, no deja de buscar el reconocimiento legal de su figura paterna. El semanarioLe Point revivió el tema hace unos días y contó su historia como una exclusiva: “El hijo francés escondido de Adolfo Hitler”. El asunto brincoteó por la prensa francesa durante un rato largo hasta que otra publicación semanal, Marianne2, lo atrapó con mucha sorna bajo el encabezado: “El hijo francés escondido de Adolfo Hitler… no es el hijo francés escondido de Adolfo Hitler, excepto en Le Point”.
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