domingo, 8 de abril de 2012

Mary Carmen Sánchez Ambriz y Alejandro Toledo -- Cuartos de servicio.


Si con frecuencia el hogar es un campo de batalla, en el paisaje bélico de la familia mexicana hay un personaje que en esas guerras tiene todos los misiles en su contra.
Hace las veces de “ama de casa” en cuanto a las labores que se consideran como tradicionales de la mujer: preparación de los alimentos, cuidado de los niños, aseo de la ropa, limpieza del lugar e incluso en ocasiones es obligada a cumplir sexualmente con el patrón (o los varones que ahí habitan, lo que implica un abuso), pero no tiene derecho laboral o social alguno.

El salario y las jornadas de trabajo son discrecionales, lo mismo que los descansos o las vacaciones. No hay contrato, los acuerdos son sólo de palabra.
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En el espacio doméstico se le podría considerar como “convidada de piedra”, según la raíz teatral del término: está ahí sin ser integralmente parte del todo, casi en la invisibilidad, aunque en una pieza de 1947 Jean Genet buscó darle un papel protagónico.

Su estatus social es el de servidumbre.

¿Cómo llamarla? “Trabajadora del hogar”, propone el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred).

Y no del modo usual: “gata”, “chacha”, “sirvienta” o “criada”. También se acostumbra tutearla con el diminutivo de su nombre; de ahí nació, en el cine mexicano de los años cincuenta, Paquita, interpretada por María Victoria, imagen idealizada (o caricaturizada) de la trabajadora doméstica, personaje que daría luego pie a una comedia televisiva: La criada bien criada.

A veces resulta que la “muchacha” es una señora en edad respetable, dejada así, nominalmente, en la adolescencia, sólo por considerarla como una ficha secundaria del entorno familiar, sin posibilidad de crecimiento, condenada a la minoría de edad perpetua.

Por lo común se trata de gente del campo, de origen indígena, que viaja a la gran ciudad por accidente o en busca de mejores oportunidades. En La Casa Verde (1966) el escritor peruano Mario Vargas Llosa describe un proceso quizá común en varios países de Latinoamérica: por cristianizar o civilizar, las monjas acudían a los sitios más recónditos y robaban de sus poblados a niñas y adolescentes; luego de domesticarlas en los conventos, las regalaban a familias acomodadas para que tuvieran techo y alimento seguro, en realidad dejándolas a expensas de los patrones y sus caprichos. Quienes abandonaban esos hogares adoptivos solían terminar en el prostíbulo.
La edad laboral empieza incluso en la niñez. Y el retiro resulta incierto. Hay quien muere en la línea de batalla, escoba en mano.

Las jornadas también son largas. Si no se vive en el hogar donde se trabaja, los trayectos pueden ser de dos o tres horas de ida y otro tanto de vuelta. Como en uno de los cortometrajes de la película Paris, je t’aime (2006, el dirigido por Walter Sales y Daniela Thomas), una madre joven inmigrante (la actriz colombiana Catalina Sandino) deja a su bebé muy temprano en una guardería de las afueras para trasladarse a la casa de un barrio opulento y arrullar a otro pequeño con la misma canción infantil con que arrancó el día. Por motivos de sobrevivencia se ve orillada a desatender a su propio hijo para dedicarse al cuidado de un niño ajeno.

El fenómeno no es local, y tampoco lo son las respuestas. En donde se ha logrado una relación de mayor equilibro es en Brasil, Uruguay y Costa Rica… lo que acaso es ir, por ahora, demasiado lejos.

Se le llega a considerar como parte de la familia, aunque manteniendo las distancias: no se le acepta en la mesa común, y su alimento en la mayoría de las ocasiones consiste en las sobras de la comida de los señores.

La habitación en que se refugia suele tener las dimensiones de la celda en una cárcel; y de noche hay sobresaltos, como consta en las novelas juveniles de los años sesenta (de Gustavo Sainz, José Agustín o Juan García Ponce), en donde la iniciación sexual sucede en esos espacios estrechos.

Se le quiere bien y se le violenta; vive entre el amor y el maltrato. Se le da su lugar y a la vez se le margina. La rodean lujos ajenos cuando en realidad no tiene nada para sí misma. O muy poco.

Por un trato digno

Marcelina Bautista es la líder visible de un gremio que difícilmente, por las particularidades del oficio, logrará gran cohesión en México. Es presidenta del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar y secretaria general de la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadoras del Hogar. En estos meses participa en la campaña “Por un trabajo digno” a través de las redes sociales, cuyo objetivo es que los países de América Latina ratifiquen el convenio 189 y la recomendación 201 sobre las trabajadoras y trabajadores domésticos, adoptados ambos documentos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) el 16 de junio de 2011 para garantizar sus derechos laborales básicos. Ella misma fue trabajadora del hogar por más de 22 años.
—¿Cuáles son esos derechos básicos?
—Los que tiene cualquiera: seguro social, ocho horas de trabajo, un trato digno, vacaciones. No podemos decir que se trate de una reforma laboral, pues cada país tiene sus avances en la materia y debe ajustarse a su marco legal. En Brasil, Uruguay o Costa Rica hay avances notables al respecto.
—¿Cuál es la postura de los empleadores?
—Puede haber reflexiones un tanto injustas, como por ejemplo el preguntarse qué harán si la trabajadora de planta sólo va a laborar ocho horas, pues necesitan sus servicios los fines de semana y los días feriados. Cuando se discute este tema los diputados se remiten a lo que ocurre en sus casas; creen innecesario regular una situación basada en acuerdos verbales. Una señora me decía que las cenizas de la trabajadora estaban junto a las cenizas del padre de la patrona; esto lo señalaba como prueba de afecto, pero jamás se pensó en la vida personal de esa mujer, en su familia, y ella tendría que estar con los suyos. Se establece, sí, una relación muy estrecha con la familia; debe fundamentarse, además, una relación laboral mediante un contrato para que ambas partes, el patrón y el empleado, tengan derechos y obligaciones.

El Centro de Apoyo es un buen termómetro de lo que se vive día a día: “Sabemos que las figuras públicas tratan muy mal a las trabajadoras del hogar; hay violaciones constantes, humillaciones, maltrato, hostigamiento, acoso sexual. Cuando nos llega una historia así escuchamos a la compañera y le pedimos que valore si es conveniente o no que siga en ese trabajo. Damos charlas para que crezca su autoestima, muy vulnerada. Una buena regulación les daría a todas ellas los elementos necesarios para defenderse”.

Como de la familia
Cuando nació María Nicolasa Andrés Nanco, falleció su madre. Se hicieron cargo de ella su padre y su abuela. A los 12 años dejó su natal Chilchotla, en Puebla, para aventurarse a la capital. Estaba cansada de que su hermana y su cuñado le encargaran que cuidara de los borregos, pues no recibía pago alguno y tampoco veían por sus necesidades básicas. Era una menor de edad explotada por sus propios familiares.

Una amiga la trajo a la ciudad de México y la presentó con una maestra para que trabajara con ella. Lloraba mucho, casi todo el día, porque se sentía sola: su patrona se iba a dar clases y la dejaba en la casa. Cuando quería salir a comprar tortillas, buscaba a otra chica que laboraba en la casa de junto para que la acompañara, por el miedo de cruzar las calles o perderse en la inmensa urbe.

Fue a varios domicilios, conoció a varias patronas, hasta que empezó a hacer antigüedad con una familia integrada por el padre, la madre y un joven universitario, en una casa de la calle Algeciras, en Mixcoac.

Ahí comenzó con sus jornadas de trabajo sin tiempo definido. Como vivía en un cuarto, la familia pensaba que siempre que fuera necesario la podían llamar para lo que se ofreciera. Un día le vino una embolia a la señora, y al poco tiempo falleció. El viudo vendió la casa y Nicolasa se fue a vivir con el hijo, recién casado, que rentaba un departamento en la colonia Del Valle.

Nicolasa siguió a la familia y sus derivaciones. Eterna incondicional, a veces le pagaban, a veces no, y aún así continuó con ellos. En una casa duplex en la colonia Narvarte se convirtió en la nana o segunda madre de una niña. Su único descanso consistía en tomarse parte del domingo para salir a pasear. No se casó ni tuvo novios o amores ocasionales. Al cuidar a la niña de su patrona quedó satisfecho su instinto materno; con la pequeña creó un estrecho vínculo, pues la vio crecer hasta que ésta tuvo su propia descendencia.

Como si se tratara de un bien heredado, Nicolasa sobrevivió al divorcio de la pareja, convirtiéndose en acompañante invisible de la señora y su hija. Hubo temporadas en las que no tuvo vacaciones, tampoco aguinaldo.

“Eres como de la familia y te apreciamos mucho”, le dice la patrona, lo que se traduce en cierto sentido de pertenencia.

Nicolasa vive aún con su patrona. Ya no se le paga, ésta le dice que debe conformarse con tener techo y comida. A sus 70 años padece várices y ha ido perdiendo la vista. Su único apoyo económico es la pensión alimentaria para adultos mayores del gobierno de la ciudad, con la que adquiere medicinas, artículos para su aseo personal y cumple ciertos antojos: pan, yogur, queso.

Si existiera una ley que permitiera que las trabajadoras del hogar se jubilaran, Nicolasa sería la candidata ideal. Como no la hay, deberá seguir desempeñando sus labores hasta que el cuerpo se lo permita.

Estigmatizadas, inferiorizadas…
Para Ricardo Bucio, presidente de Conapred, en el país prevalece una percepción estereotipada acerca de los derechos de las trabajadoras del hogar. “Hay una actitud defensiva por parte de la sociedad”, comenta. “Son estigmatizadas, inferiorizadas, invisibilizadas. Con frecuencia escuchamos que ganan demasiado para lo que hacen, aunque la gran mayoría obtenga menos de dos salarios mínimos. Hay un estigma, una marca negativa, no sólo porque se trata de trabajadoras del hogar sino por el trabajo doméstico en sí, que de manera histórica es para las mujeres una obligación no remunerada y es necesario tomar conciencia de que hay que pagar para que alguien realice ese trabajo. Como sociedad no se le otorga valor”.

Considera Bucio que hay un gran desconocimiento, incluso en instancias públicas, en el Poder Legislativo, por ejemplo, sobre las condiciones laborales de este sector de la población. Dice que el PRD es el partido que ha presentado más iniciativas, lo que es distinto a impulsarlas. “Actualmente hay una iniciativa que posee una perspectiva más integral para la salud, propuesta en marzo de 2010 por la diputada Claudia Anaya, pero que en estos dos años no fue impulsada por la fracción parlamentaria de ese partido”.

Desde la perspectiva de Bucio, es peculiar la relación obrero-patronal que se establece en el dominio casero. “A diferencia de otros empleos, las partes no pertenecen a la misma clase social ni al mismo nivel socioeconómico. Impera un nivel socioeconómico distinto, con diversas condiciones sociales, culturales y a veces hasta es distinta la lengua que se habla. Ya de entrada se parte de una perspectiva de inferioridad que notamos cuando hay denuncias de violencia, abuso sexual, hacia las empleadas. El sistema de procuración de justicia va a dar siempre prerrogativas a los empleadores frente a las trabajadoras del hogar”.
—¿Este desequilibrio es un eco del pasado?
—La servidumbre se dio entre grupos indígenas, en la Colonia, en el México independiente y, de otra forma, en el México posrevolucionario. Los esquemas no se han modificado sustancialmente, quizá lo que se ha eliminado es la prohibición de la esclavitud. Vivimos en un sistema cultural integrado por una cultura dominante, minoritaria, que tiene el poder sobre un grupo social muy amplio.
—¿Es una forma de esclavitud?
—Podría decirse que sí: no existe un acuerdo formal, un contrato; no hay una descripción formal de las labores que toca desempeñar; el empleador es quien define el tipo de prestaciones... También impera la negación legal de un horario de trabajo. Se les impide salir de la casa, se les guarda el pasaporte; hay el rechazo a que coman de los mismos alimentos o laven su ropa en el mismo lugar que los empleadores. En el trabajo del hogar prevalecen graves condiciones de inequidad.

Así es la vida
Cuando tenía 10 años de edad, Rosa Suárez Rodríguez, originaria de San Francisco Oxtotilpan, municipio de Temascaltepec, Estado de México, vino al Distrito Federal. La enviaron a que pasara unas vacaciones con un tío y al poco tiempo empezó a ganarse la vida como trabajadora del hogar. Ése fue el fin de su infancia. Aprendió a leer, escribir, a sumar, restar y multiplicar. Tuvo cuatro hermanos: tres hombres y una mujer. Sus abuelos y sus padres hablaban en otomí, lengua que ya no practica.

Trabajaba de entrada por salida. Una o dos veces al año regresaba a su pueblo natal a visitar a sus familiares. En una de esas idas conoció a José Flores, joven hojalatero que le propuso matrimonio. Durante 18 años Rosa no tuvo que preocuparse por llevar dinero a su casa, estaba al cuidado de sus hijos (tres varones y dos mujeres) y se ocupaba de atender su hogar, localizado en Chimalhuacán, una vivienda con partes construidas con cemento y ladrillos y con otras áreas que se sostienen a base de láminas.

A los 38 años quedó viuda. José Flores sufrió un infarto al miocardio, murió antes de que pudiera llegar al hospital. Rosa no recibió apoyo de la familia de su esposo e incluso no volvió a tener contacto con ellos. Se quedó al frente de una familia compuesta por un joven de 17 años, una adolescente de 16, un chico de 14, y dos chiquillos: un niño de siete y una pequeña de tres años. Esto la obligó a volver a su viejo oficio de trabajadora del hogar. Una amiga la recomendó con una señora de la colonia Condesa, una casa amplia, en donde aún trabaja.
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Frases de la campaña
"Por un trabajo digno"

  • Tratarme mal no te hace superior a mí. ¡Quiero un trabajo digno!
  • Mi cuerpo no está al servicio de mi patrón. ¡No a la violencia sexual en el trabajo!
  • Yo trabajo máximo 8 horas con un pago justo y digno.
  • Yo cuido de tus tesoros más preciados [tus hijos], cuida tú de mí.
  • Después de 25 años trabajando, tengo derecho a una jubilación.
  • El trabajo doméstico es para adultos. Mi lugar está en la escuela.
  • ¡Basta de referirte a mí con nombres despectivos! Soy una trabajadora del hogar.
Su jornada comienza a las 10 de la mañana y finaliza a las 4:30 de la tarde, sólo descansa los domingos. Por sus habilidades culinarias, le fue asignada la cocina. En la casa hay un chofer y otra empleada que se encarga exclusivamente de la limpieza. Rosa conoce el gusto de sus patrones: prepara la comida sin grasa, con un ligero sabor picante y poca sal, porque el patrón es hipertenso.

Desde que enviudó han pasado ocho años. Sus hijos asisten a una escuela pública y ella ha tenido que ser padre y madre al mismo tiempo, como ocurre en muchos hogares. Lamenta que sus hijos pequeños hayan crecido sin muchos cuidados y atenciones. Uno de ellos cayó en el alcohol y las drogas; Rosa lo internó en una clínica y logró salvarlo de las adicciones.

Es abuela y madre, y sigue siendo muy cumplida en su trabajo. Tiene además otro empleo, de entrada por salida, por las tardes, para completar el gasto. Sus vacaciones no pagadas son cuando los patrones salen de viaje y le dicen que puede faltar unos días; no existen para ella los días festivos ni la incapacidad por enfermedad. No tiene IMSS o Infonavit. Desde que regresó a trabajar sólo ha faltado dos días, porque se le vino repentinamente un dolor muy fuerte en el estómago, probablemente colitis. Le recomendaron hacerse unos estudios pero no tiene tiempo ni dinero para ello. A pesar de que su ámbito es la cocina, come mal: desayuna en su casa, tarda dos horas en llegar a su trabajo, prepara el alimento de los señores, sirve la mesa, deja la cocina limpia y dos horas después, cuando ya está en su hogar, acompaña a sus hijos en la merienda.

Su principal temor es convertirse en una carga. “¿Qué voy a hacer cuando ya no pueda trabajar, cocinar y limpiar porque mi salud ya no me lo permita?”, se pregunta. Vive al día y no tiene ahorros, algo que garantice que cuando se encuentre en la tercera edad pueda continuar recibiendo un ingreso económico.

Afirma no haber sido maltratada o humillada por sus patrones. El momento más difícil fue quedarse sin su esposo y tener que mantener ella sola a los hijos. “No tenía pensado volver a trabajar, dejar mi casa, empezar de nuevo, pero así es la vida”.
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Zona de riesgo

  • Nueve de cada 10 personas dedicadas al trabajo del hogar son mujeres.
  • 95% de las empledas del hogar no tiene acceso a servicios de salud por parte de su patrón y casi 80% carece de prestaciones laborales.
  • 61% de las trabajadoras del hogar no cuenta con vacaciones.
  • 4.6% no recibe aguinaldo y 44.7% no tiene horario fijo.
  • Son víctimas de un trato desigual para acceder a sus derechos y viven situaciones que las hacen vulnerables a abusos.
Fuente: Conapred
El modelo a seguir
En esta lucha por un empleo digno y mejores condiciones de vida, Mary R. Goldsmith, investigadora del área Mujer, Identidad y Poder de la UAM Xochimilco, especialista en el tema de las trabajadoras del hogar, cree que el modelo a seguir es Uruguay, un país en el que está muy arraigada la idea de que todos tienen sus derechos. “Uruguay tuvo una dictadura terrible, sí, pero ya se tenían claros los derechos laborales. Ahora mismo, más del 60% de las trabajadoras del hogar están inscritas en el banco de prevención social. Si un empleador no da ese tipo de apoyo es considerado deshonesto, mezquino, discriminatorio e incluso antipatriótico. Uruguay es el único país en donde funciona la negociación tripartita: la Liga de Amas de Casa negocia con el Sindicato Único de Trabajadoras Domésticas, y ambos son apoyados por el Estado para hacer valer sus derechos”.

En otras latitudes el panorama uruguayo es casi un relato de ciencia ficción. ¿Cuánto tiempo pasará para que en México llegue a darse algo así? Refiere Jorge Manrique, rector del Colegio Jurista: “Al desempeñar labores que tradicionalmente no realiza la población económicamente activa, se asume que el trabajo en el hogar carece de valor. El hospedaje y la comida se convierten en una parte sustantiva del salario, y se vive prácticamente como en los tiempos de la tienda de raya”.

Según el jurista, las lagunas en la Ley Federal del Trabajo son aprovechadas para sobreexplotar y maltratar a la trabajadora doméstica. También la Ley General de Salud las discrimina, pues sólo pueden ser inscritas en el régimen voluntario; es decir, deben cubrir ellas mismas sus cuotas obrero-patronales, sin derecho a guardería para sus hijos ni pensión.

Morir en la batalla
Isabel García López murió a comienzos de este año. De origen zapoteco, apenas tenía 14 años cuando vino al Distrito Federal a probar suerte. Empezó a trabajar de tiempo completo en una casa. Quedó embarazada a los 17 años; el padre de su hija murió cuando ella estaba encinta. Con su hija Pilar, solían vivir en la casa donde hacía la limpieza. Tuvo un segundo hijo, Paco. Ella fue el sostén de su familia; los niños recibieron una formación académica hasta donde quisieron estudiar.

Para no descuidarlos, entró a hacer la limpieza en una notaría, en donde el horario era razonable y le daban prestaciones como si fuera otro trabajador. Permaneció ahí de 1993 a 2002. Para su contrariedad, ese año le detectaron un sarcoma pleomorfo antrioventricular, lo que en términos cristianos significa cáncer en el corazón. Un mal raro, inusual. Fue sometida a intervención quirúrgica y le extrajeron el tumor. Los médicos le dijeron que tenía que cuidarse y estar en permanente contacto con los especialistas de Cancerología, pues el mal podría incubarse en otra parte de su cuerpo.

Por la enfermedad perdió su empleo fijo y tuvo que volver a empezar. Vendió fruta picada afuera de una escuela, montó una cocina económica en el Mercado de San Buenaventura. Cansada de esos afanes, en 2007 regresó al trabajo en el hogar en un departamento de la colonia Narvarte al que iba tres veces a la semana; hacía la limpieza y la comida.

Después de la jornada laboral cuidaba a sus nietos, les compraba cosas; aportaba para el gasto de su casa y se mantenía activa.

La enfermedad no se detuvo. Comenzó a tener dolores fuertes en la espalda y se cansaba al realizar las labores de la casa. En el hospital confirmaron que el cáncer se había alojado entre algunas vértebras de la columna y ésa era la razón de su incomodidad.

Su salud empeoró. Los dolores se agudizaron y poco a poco perdió movilidad. Pasó los últimos meses que le quedaban de vida en cama. Murió el 28 de enero de 2012.
Hoy Pilar experimenta el calvario de la tramitología. Aunque su madre cotizó durante una década, ella no puede recuperar el dinero del ahorro para un retiro que, dada su condición de trabajadora del hogar, nunca llegó. En la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo le solicitan los recibos de los últimos meses que laboró Isabel, pero éstos no existen porque el trabajo doméstico no genera documentación alguna: ocurre en la informalidad, en el vacío.
Para una trabajadora del hogar el único retiro posible es la muerte.

Historia sin fin
Como ya se dijo, en junio de 2011 la Conferencia Internacional del Trabajo de la OIT adoptó el convenio 189 y la recomendación 201 sobre las Trabajadoras y Trabajadores Domésticos, que establecen derechos y principios básicos para las empleadas del hogar. Se espera que el convenio sea ratificado en nuestro país, pero es difícil saber cuándo sucederá esto. El Ejecutivo deberá enviar al Legislativo un proyecto de ley; una vez que el Senado y la Cámara de Diputados lo aprueben, habrá de instaurarse en el marco de la legislación respectiva, en este caso la Ley Federal del Trabajo.

El proceso no será rápido, los políticos no consideran prioritaria esta regulación; para la diputada del PRD Claudia Anaya los cambios deben hacerse ya: “No podemos seguir aplazando los derechos de las trabajadoras del hogar, son personas que se encuentran en una situación totalmente indefensa”.
—¿Cuándo se dará, entonces, esa reforma laboral?
—Será una agenda pendiente de la próxima legislatura. Desde la trinchera en que me encuentre siempre estaré presionando porque hagamos justicia a este sector poblacional que hasta el momento no ha encontrado, en el Estado mexicano, un eco a sus peticiones de respaldo en materia de seguridad social, de derechos laborales.

Aunque hay quien piensa, como Luis Pazos (El Financiero, 29 de diciembre de 2010), que es mejor dejar las cosas como están: “Si la legislación laboral empieza a reglamentar ese mercado, sólo provocará el desempleo entre las sirvientas de los hogares de clase media. En muchas familias el hombre y la mujer trabajan y tienen en la casa una muchacha para que les ayude a cuidar a los hijos. Si las leyes aumentan sus costos, no sólo habrá desempleo entre las sirvientas, también entre las mujeres con hijos, muchas de ellas madres solteras, a las que se les dificultará trabajar como secretarias o ejecutivas, pues no tendrán para pagar a quien cuide a sus hijos”.

En cambio, Michelle Bachelet, ex presidenta de Chile y directora ejecutiva de ONU Mujeres, ha dicho que “el convenio 189 y su recomendación 201 son una materia de justicia social y dignidad. Es un esperado y amplio reconocimiento al extraordinario trabajo de millones de mujeres empleadas domésticas del mundo entero”.

Desde el cuarto de servicio de una casa mexicana, espacio de aislamiento y desprotección, el que llegue a implantarse una regulación con esas características parece una posibilidad bastante remota.

Mary Carmen Sánchez Ambriz.
 Periodista cultural, ensayista y editora freelance. Este año Cal y Arena publicará Historias del ring, una antología del boxeo, realizado en colaboración con Alejandro Toledo.

Alejandro Toledo. Miembro del Sistema Nacional de Creadores. Tiene en prensa el volumen de ensayos El hombre que no lee libros.

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