Mijail Zóschenko (1894-1958) |
La psiquiatría
Ayer estuve en la clínica para curarme. Había un enorme gentío. Casi como en el tranvía. Lo más curioso de todo era ver la hilera de gente que quería consultar al psiquiatra. Yo le dije a mi vecino:
– ¿Sabe usted? Lo que me asombra es la cantidad de gente que está enferma de los nervios. Forman una mayoría abrumadora . Un ciudadano bastante gordo, que posiblemente había sido antes un verdulero o quién sabe qué demonios, dijo:
– ¿Qué tiene eso de extraño? La humanidad quiere comerciar, y aquí lo único que puedes hacer es mirar. Por eso yo estoy enfermo.
Otro, de semblante ceroso, seco, con una vieja guerrera, salta y dice:
– Oiga usted, cuidado con lo que dice, porque, de lo contrario, voy a telefonear a donde corresponde y ya le darán a usted humanidad.
Un hombre con bigote gris pretendió aplacar los ánimos.
– ¿Qué le importa a usted esa gente? –dijo, dirigiéndose al del rostro ceroso–. Son simplemente ignorantes. No saben nada. No; las enfermedades nerviosas tienen causas mucho más profundas. La humanidad está desbordada. La razón del auge de las enfermedades nerviosas está en la ciudad, en los tranvías, los balnearios... la civilización, en suma. Nuestros antepasados de la Edad de Piedra vivían y bebían a placer, y hacían esto y aquello sin resentirse de los nervios. Hasta creo que entonces ni siquiera tenían médicos.
Y el de la cara cerosa dice:
– ¡Ah!, no le gusta la civilización, ¿eh? ¿No le gusta nuestra administración? Bonita manera de hablar, dentro de un establecimiento soviético. No mezcle usted la ciencia con sus opiniones burguesas. ¿Sabe usted cómo se arreglan esas opiniones?
En este momento llama el médico:
– El siguiente.
Y el hombre de rostro ceroso, con su vieja guerrera, se apresura, sin terminar la frase, y desaparece detrás del biombo.
Al poco rato oímos que al otro lado del biombo el enfermo dice:
– En realidad, estoy completamente bien; lo único que padezco es de insomnio. Duermo mal. Recéteme algunas gotas o algunas píldoras.
El médico le contesta:
– No, píldoras no le receto. No hacen más que perjudicar. Yo me atengo a los modernos métodos terapéuticos. Yo busco la causa de la enfermedad y la ataco en su raíz. Ese es mi método. Usted tiene el sistema nervioso deshecho. Y ahora le pregunto: ¿Ha sufrido usted alguna emoción? Piense bien.
En un principio, al enfermo le cuesta comprender; luego suelta diferentes sandeces, y, por fin, afirma que no ha sufrido nunca emoción alguna.
– Piense usted bien –insiste el médico–. Es muy importante recordar la causa. Ya la encontraremos, la analizaremos, y quizá vuelva usted a recobrar la salud.
El enfermo repite:
– No, no he sufrido emociones.
– Está bien –dice el médico–; quizá se ha excitado por algo.
Alguna excitación violenta, algún trauma, ¿eh?
– Sí, una vez tuve una emoción, pero hace ya mucho tiempo, quizá diez años.
– Diga, diga –insiste el médico–. Eso le aliviará. Es decir, que se ha estado atormentando durante diez años. De acuerdo con mi método, tiene usted que contarme esa vivencia abrumadora. Y entonces se sentirá usted más aliviado y podrá volver a dormir.
El enfermo carraspea un poco, reflexiona y empieza a contar:
– Acababa de regresar del frente. No había estado en casa desde hacía medio año. Llego y subo la escalera. Mi ropa, naturalmente, se hallaba en bastante mal estado. El capote y los pantalones. Por todas partes pululaban los piojos. Y de este modo me llego hasta mi esposa, a quien no había visto desde hacía medio año. Me dirijo, pues, hacia ella, pensando que no está bien presentarse con un aspecto tan desastrado ante mi mujer. Entro en la habitación y veo que allí hay una mesa. Y sobre la mesa, vodka y arenques. A la mesa está sentado mi sobrino Mishka., el cual rodea con el brazo el cuello de mi mujer. No, no; esto no me soliviantó lo más mínimo. No; yo pensé: “¿Acaso una mujer joven no puede dejarse abrazar?” En ese momento, los dos me ven. Mishka coge rápidamente la botella de vodka y la esconde debajo de la mesa. Mi mujer dice: “Buenos días.” Esto tampoco me excitó, y le di los buenos días. Entonces me fijo en que Mishka lleva puesta mi chaqueta. Mire usted, yo nunca he sido pendenciero ni he concedido demasiado valor al derecho de propiedad, pero aquella conducta me hirió profundamente. Sentí angustia y noté que el corazón me dolía. Mishka me dice: “Me he puesto su chaqueta como un disfraz, nada más. Sólo por broma.” Yo grité: “¡Quítate la chaqueta, cerdo!” Mishka dice: “¿Cómo voy a desnudarme delante de una dama?” Yo grito: “Aunque hubiese seis damas, te quitas la chaqueta, cerdo.” De pronto Mishka coge la botella de vodka y me da con ella en la cabeza...
En este punto el médico interrumpe el relato y dice:
– Ahora se comprende todo.
Y desde ese momento padece usted de insomnio y duerme mal.
– No –dice el enfermo–; entonces todavía dormía bien. Precisamente entonces dormía a pierna suelta.
El médico dice:
– ¡Ah! Pero cuando se acuerda de esa ofensa no puede dormir, ahora lo veo claro: el solo recuerdo ya le soliviantaba.
El enfermo contesta:
– Bueno. En el primer momento, quizá. Pero, por lo demás, hace mucho tiempo que lo he olvidado. Desde que me separé de mi mujer ya no he vuelto a pensar en ello ni una sola vez.
– ¡Ah! ¿Está separado de ella?
– Sí, me separé. Y me casé con otra. Y luego con una tercera, y después con una cuarta, y he dormido siempre admirablemente. Pero desde que mi hermana llegó del pueblo y se instaló en mi habitación con todos sus niños, he dejado de dormir. Llego del trabajo a casa, me echo, y no puedo conciliar el sueño. Los críos andan alrededor, arman jaleo, juegan y se burlan de mí. Y no puedo dormir.
– Un momento –dice el médico–; de modo que son los niños los que no le dejan dormir.
– Naturalmente. Ellos son los que me molestan. Pero aun sin ellos tampoco puedo dormir.
La habitación es pequeña y, además, es un lugar de paso. Y hay mucho trabajo. Y la alimentación es insuficiente. Uno está cansado. Pero uno se echa y no puede dormir.
– Bueno, pero si no estuviesen los niños..., sí. Supongamos... que hay silencio absoluto en la habitación. – Tampoco puedo dormir. Durante las fiestas, mi hermana se marchó al campo con los niños. Cuando empezaba a dormirme, llegó la vecina –esa mala arpía–; llevaba unas brasas de carbón y pasó por mi cuarto. Tropezó y me echó el carbón encima. Quiero dormir y me doy cuenta que no puedo hacerlo porque la manta se quema. Y al lado, además, alguien toca la mandolina. Y los pies se me abrasan.
– Oiga usted –dice entonces el médico–, ¿a qué diablos viene a verme? Vístase. ¡Está bien, está bien! Le recetaré unas pastillas.
Detrás del biombo se oye suspirar y bostezar, y al poco rato aparece el hombre del rostro ceroso.
– El siguiente –dice el médico. El hombre gordo que antes se había mostrado tan preocupado por el libre comercio, desaparece detrás del biombo. Pero mientras se dirige hacia allí, hace un ademán de desilusión con la mano y murmura:
– No es un buen médico. Muy superficial. Este tampoco me curará. Contemplo su cara y veo que seguramente tiene razón. La medicina no podrá curarle.
Leído en: http://milcuentosrusos.blogspot.mx/search?updated-min=2012-01-01T00:00:00-08:00&updated-max=2012-04-10T16:19:00-07:00&max-results=9&start=4&by-date=false
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.