Los derrotados de una elección asumen su fracaso, reconocen la autoridad del adversario triunfador, se resignan a vivir en la oposición por un tiempo y se preparan para la contienda siguiente. Los derrotados aceptan su derrota. Los defraudados no tiene por qué hacerlo.
Los triunfadores reaccionan con júbilo y con orgullo. Salen a las grandes avenidas a festejar su triunfo. Confraternizan con propios y con extraños. Los defraudadores se encierran a piedra y lodo a esperar que pase la tormenta que ellos mismos han desencadenado.
Los derrotados se deprimen y si pueden se van de vacaciones. Los defraudados salen a las calles.
Los derrotados dicen “sí” a la indignidad y se apresuran a envolverse en ella. Aceptan los términos y las condiciones de los ganadores y admiten que se les utilice para legitimar la victoria ajena. Asienten, se paran y caminan cuando se les señala la puerta de salida y transitan por ella con la cabeza baja. Los defraudados están furiosos.
Los derrotados tienen prisa por claudicar. Les urge que termine de terminar el episodio de su derrota. Quieren dar vuelta a la página y pasar a otra cosa. Sienten vergüenza. Los defraudados no quitan el dedo del renglón ni aceptan fácilmente que se desvíe el tema. Se estacionan en el agravio y allí se quedan, exigiendo la restitución de la verdad, la legalidad y la decencia. No están avergonzados sino indignados.
Los triunfadores agradecen las muestras de simpatía y se reconfortan en la aprobación social. Los defraudadores negocian febrilmente para convertir su descrédito en legitimidad. Los triunfadores se despreocupan, se aligeran y se disponen a ejercer el mando. Los defraudadores se ven obligados a fabricar, desde las sombras, el remedo de triunfo que no obtuvieron en las urnas.
Los derrotados echan tierra sobre lo ocurrido, procuran congraciarse con quienes se presentan como los nuevos jefes. Les urge recuperar el sentido de normalidad que les proporciona el orden jerárquico. Los defraudados se saben víctimas de una ruptura del orden y se insubordinan ante un remedo de legalidad construido sobre la trampa y el engaño.
Los derrotados se sienten culpables de su propia derrota y bajan la mirada. Los defraudados señalan a los culpables del fraude y los miran a los ojos en forma desafiante. Los derrotados lloran. Los defraudados discuten.
Los triunfadores se desprenden de su armadura y la arrojan por los aires. Los defraudadores se echan encima una capa adicional de blindaje. Los triunfadores salen a las calles. Los defraudadores se recluyen en la clandestinidad de sus búnkers. Los triunfadores agradecen al pueblo. Los defraudadores lo amenazan.
Los defraudados son los triunfadores a quienes se les ha escamoteado la victoria. Los defraudadores son los derrotados que han robado el triunfo. Cuando las autoridades electorales y los tribunales especializados no quieren o no pueden hacerlo, la historia suele poner a unos y a otros en su lugar. A veces tarda décadas y hasta siglos en tramitar las enmiendas. A veces las procesa en unas pocas semanas. En la vertiginosa época contemporánea lo segundo es lo más frecuente.
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