León Krauze |
Mi respuesta ante esa, la más atávica de las intolerancias, siempre ha sido denunciarla sin chistar. Hace algunos años, por ejemplo, comenzó a escribirme un hombre que se hacía llamar Cacavid Shitberg (recuerdo haber pensado que el anonimato coprológico le quedaba como anillo al dedo). El señor Shitberg estaba muy enojado. Llamándome Kraushit, me envió durante semanas un catálogo de insultos que habrían ruborizado al más pintado maestro del agravio. Dejó de ser simpático cuando, tras la muerte de mi abuelo paterno, recibí un correo en el que Shitberg se congratulaba por el deceso: “un impuro menos en el mundo”, me escribió. Fue la gota que derramó mi vaso. Respondí exhibiéndolo. Publiqué un artículo en Excélsior y Letras Libres llamado "Mi encuentro con Shitberg" (ahí está todavía por si al lector le interesa) y busqué asesoría legal. Nunca he recibido más muestras de apoyo. Además, la estrategia funcionó: por la razón que haya sido, el tipo regresó a su madriguera. No he vuelto a saber de él.
Por desgracia, el espíritu de Shitberg sigue entre nosotros. En los últimos meses, con el pretexto de la elección presidencial, un grupúsculo vociferante se ha engolosinado con la intolerancia racial. Han recurrido a la clásica mezcla de ignorancia, teoría de la conspiración y simple y llano repudio racial para hacernos llegar un nuevo torrente de injurias. El catálogo, como con Shitberg, ha sido amplio: la vida personal, profesional; todo se vale. Pero insisto: no me sorprende. Ni mucho menos me amedrenta. Ortega y Gasset tenía razón, y yo no cambiaría mi circunstancia por nada del mundo, mucho menos por las erupciones purulentas de la bufonería.
Lo que sí me ha tomado desprevenido, lo confieso, es el refugio que ha encontrado parte de esa sarta de intolerantes en la izquierda mexicana. Habrá quien me diga que la derecha mexicana también ha dado muestras recientes de intolerancia racial. Tendrían, claro, toda la razón. Pero esos brotes de antisemitismo me sorprenden mucho menos: no es ninguna noticia que la tentación de la intolerancia —y la pura y llana ignorancia— son más frecuentes en la derecha. Hace tiempo que dejé de pedirle peras al olmo.
Pero la izquierda es otro boleto. Si alguien sabe de los terribles costos del prejuicio al amparo de la política, esa es la izquierda latinoamericana. ¿Dónde están esas voces de la izquierda mexicana que, en teoría, deberían horrorizarse por la cercanía de hombres como los que, desde la academia y las redes sociales, han instigado esta nueva ola de prejuicio racial? Pienso, por poner solo un par de ejemplos, en Jesús Zambrano y Alejandro Encinas. Durante la campaña por el Estado de México le pregunté a Encinas quién era su modelo a seguir, su héroe político, digamos. Me respondió emocionado: “Salvador Allende”. Muchas veces me he preguntado qué pensará Encinas cuando ve —porque lo ve, no tengo duda— a hombres cercanos a la izquierda publicar delirantes tratados de prejuicio. ¿Qué pensarán del asunto los hombres y mujeres de izquierda genuina, esos que han luchado con nobleza desde hace décadas con convicciones ideológicas de profunda raíz? ¿Y qué pensarán los que, aún ahora, insisten en convencernos de que representan la izquierda moderna, moderada, libre de ataduras fanáticas? ¿Qué pensará, por ejemplo, un hombre que se apellida Ebrard Casaubon cuando lee los delirios xenofóbicos de alguien que comparte la mesa con él o con la cúpula de la izquierda mexicana actual? Sería bueno saberlo. Pero aún mejor sería escuchar a alguna de esas voces “modernas y moderadas” exhibir a los que, en su incesante delirio, pretenden arrastrar a la izquierda a la miasma del prejuicio. Como en tantas otras cosas de la coyuntura actual, se necesita solo un poco de valentía. Quizá es mucho pedir…
Leído en: http://www.letraslibres.com/blogs/blog-de-la-redaccion/shitberg-en-la-izquierda
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