MARRAKECH, Marruecos.- La vida en esta ciudad de color rosa salmón se divide en dos mundos: el de la Medina, donde el tiempo musulmán se detuvo, y el del protectorado francés, afuera de sus murallas de ladrillo y adobe, donde la cultura occidental ha sepultado sus orígenes. Son espacios paralelos que conviven en esta ciudad imperial que fundaron hace casi mil años las tribus Berber del desierto junto a un oasis, y que pasó a ser del punto donde se cruzaba el comercio que iba hacia Europa, a ser asiento de la monarquía, destino del jet-set internacional y paraíso de hippies en los 60. Hoy es considerada una, si no la más mágica ciudad del mundo.
Marrakech resuelve todos los días la contradicción cultural que la envuelve. Cuando entra el visitante por alguna de las 20 puertas de las murallas que encapsulan la Medina —que quiere decir simplemente ciudad—, da un salto al pasado. En su corazón está la plaza Jemma El Fna, que es como un kaleidoscopio que la define. Todo el día, antes del crepúsculo, ahí se cruzan los encantadores de serpientes —con las cobras que hoy no tienen veneno, porque antes mataban a mucha gente—, con quienes le cuentan la suerte o le sacan una muela, con aguadores —que antes vendían agua para beber— y con músicos, con quienes pintan las manos y con bailarines.
Al caer la noche, todo eso desaparece y surge el comedor más grande del mundo, que nace y muere en tres horas en las cuales se convierte en eje de los olores que son parte inseparable de su personalidad. Marrakech huele a todas horas. Cuando se tiende el majestuoso comedor, el cordero y el pollo juegan como los platillos favoritos —tagine, le llaman, cocinados durante un día a fuego lento—, con comino, azafrán y canela. Y cuando se levanta, que es el momento en que el jazmín, la menta y el sándalo bailan por la toda ciudad con el viento.
Sólo quien ha pisado Jemma El Fna puede entender porqué en 2001 la UNESCO la declaró una obra de arte “del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad”. La plaza, que se extiende a los pies de la minareta de la Koutoubia, que se eleva por 77 metros y es el símbolo de la dinastía Almohade, es el vórtice del microcosmos musulmán en Marrakech.
Dentro de la Medina se encuentra el Palacio de La Mamounia, hoy convertido en el hotel más elegante de Marrakech, donde pasaba sus vacaciones Winston Churchill para dedicarlas a pintar, e Ives St. Laurent lo utilizó tras enamorarse de un marroquí hasta que compró una casa en Marrakech, donde cada semana organizaba fiestas para sus amigos y sus modelos, a quienes transportaba en aviones privados desde París. Los dos cayeron cautivos de los colores, vivos y eléctricos, que en la Medina, no fuera de ella, iluminan la vieja ciudad mágica.
Uno de sus puntos son los souks, los diversos mercados que conforman uno solo en un laberinto de calles que sólo permiten peatones, bicicletas, motocicletas ligeras y pequeños carros jalados por burros. Los souks de Marrakech no son como otros bazares árabes, como el Gran Bazar de Estambul, o como el enigmático bazar techado de Damasco, donde se consiguen productos de valor incalculable. Aquí abundan los productos sin utilidad real para un visitante, porque los souks ofrecen todo para la vida diaria de los locales.
Hay mercados de comida, donde uno puede pellizcar la cabeza de un cordero para probar su sabor, y también de frutas frescas. Hay de calzado y de babuchas, miles de ellas de madera y cuero que son parte del atuendo local. Hay de lámparas, y de muebles y alfombras, muchas de las cuales multiplican sus precios de acuerdo a cuántas generaciones tienen. Hay de telas y kaftanes, donde todavía se puede apreciar cómo se pinta la lana, y de jabones, cosméticos, herbolaria y especies, más de mil 200 que aquí se pueden conseguir por unos cuantos dirhams. La vida en la Medina es artesanal. Afuera, la vida es industrial.
Marrakech creció más allá de sus murallas con el protectorado francés que terminó en 1956. Ahí todo es más occidental. Las mujeres no se cubren la cara con el velo, y usan leggins y licras que dibujan sus cuerpos. Se vende licor en los restaurantes y venden revistas pornográficas en los kioscos, algo que ni en los países musulmanes más abiertos, como Jordania, es posible ver. Esta ciudad ha ido perdiendo su encanto en tanto más marroquíes voltean a Europa, pero aún así, Marrakech es un punto en el Magreb donde uno no puede darse el lujo de jamás haberlo visitado.
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