lunes, 31 de diciembre de 2012

Charles Lamb - En la noche de año nuevo

Charles Lamb
1775 - 1834
Todo individuo tiene dos cumpleaños: dos días, por lo menos, de cada año, que lo hacen meditar sobre el paso del tiempo y el modo en que afecta nuestra existencia mortal. El primero es al que de manera personal le decimos mío. Aunque con el desgaste gradual de las viejas costumbres está a punto de desaparecer el hábito de festejar nuestro cumpleaños, dejándoselo nada más a los niños, para quienes el paso del tiempo no refleja absolutamente nada, ni hace que entiendan otra cosa fuera del pastel y los regalos. Pero el inicio de un año nuevo es de tan vastas implicaciones que no pueden sustraerse de él ni el rey ni el mendigo. No hay quien vea con indiferencia el primero de enero. A partir de ese día todos miden su tiempo y cuentan el que les queda. Es el natalicio del Adán que llevamos dentro.

De todos los sonidos de todas las campanas (la música de las campanas es la más cercana al umbral del cielo) el más solemne y conmovedor es el repique que despide al año viejo. Nunca lo oigo sin que en mi mente se concentren todas las imágenes difusas de los últimos doce meses; todo lo que he hecho o sufrido, realizado o abandonado en ese tiempo que se ha ido para siempre. Empiezo a darle su valor, como cuando muere un individuo, y adquiere un matriz personal. No se trataba de un mero vuelo poético cuando algún contemporáneo exclamó: “Alcancé a ver las faldas del año que partía.”



Es algo de lo que todos parecemos estar conscientes, lo que, en triste sobriedad, significa una terrible despedida. Estoy seguro de lo que sentí, y que todos lo sintieron conmigo anoche; aunque algunos de mis compañeros prefirieran manifestar su regocijo por el nacimiento del año nuevo, en vez de su sentido pésame por el deceso del predecesor. Mas yo no soy de los que “da la bienvenida al que llega, apresurado al que se va”.

Yo soy, por naturaleza, de los que de antemano le temen a las novedades; a los libros nuevos, a las caras nuevas, a los años nuevos, a causa de algún defecto mental que me hace difícil enfrentar el porvenir. Casi no abrigo esperanza alguna y me alegran solo las vivencias de años anteriores. Me sumerjo en las visiones y conclusiones de antaño y me encuentro con mis decepciones pasadas. Tengo una armadura que me protege de viejas desilusiones y perdono, o venzo en mi fantasía a mis viejos adversarios. Apuesto una y otra vez por gusto, como dicen los tahúres, en cada uno de los juegos, por los que ya alguna vez pagué muy caro. Difícilmente renegaría hoy de cualquiera de esos infortunados accidentes o sucesos de mi vida, ni tampoco los alteraría, como no lo hago con los incidentes de una novela bien lograda. Prefiero haber padecido durante aquellos preciosos siete años de mi vida, cuando me rendí a la rubia cabellera y los ojos claros de Alice W____n, antes de que se perdieran para siempre esas tan apasionadas aventuras amorosas. Mejor que nuestra familia se quedara sin la herencia que no estafó el viejo Dorrell, a tener hoy doscientas libras in banco y no haber conocido a ese pájaro de cuenta.

En un grado inferior de la condición humana, mi debilidad es volver la mirada a esos primeros días. ¿Planteo una paradoja cuando digo que, obviando el devenir de cuarenta años, un hombre tiene licencia para amarse a sí mismo sin que se le reproche amor propio?

Si en algo me conozco a mí mismo, nadie con una mente introspectiva (y conste que la mía lo es y hasta el punto del dolor) puede tenerle menos respeto a su identidad actual que el que le tengo yo a la de Elia[1] como hombre. Sé que es frívolo y vano, caprichoso; un conocido _____;[2] adicto a _____; adverso a los consejos, que ni da ni pide; es___, además de bufón tartamudo; lo que sea; sigan aumentándole, sin escatimar nada: todo lo suscribo, y mucho más de lo que están ustedes dispuestos a atribuirle; ah, pero en cuanto al niño Elia, ese “otro yo”, allá en el fondo, debo pedir permiso para evocar los dulces recuerdos de ese joven maestro –con muy poco respeto, lo juro, por este impostor de cuarenta y cinco años, como si yo de niño hubiera sido hijo de otra familia y no de mis padres–. Lloraría hoy por la paciencia con la que sufrió su viruela a los cinco años, y por los horrendos medicamentos que le recetaron. Reclinaría su pobre cabecita febril sobre la almohada de enfermo hospitalizado, que despertaría sorprendido por la ternura maternal que lo cuidaba y que, sin ser vista, veló sus sueños en suave posición. Sé cómo aborreció hasta el mínimo viso de falsedad. ¡Dios te bendiga, Elia, cómo cambiaste! Ya te convertiste en un hombre fino. Sé cuán honesto, cuán valeroso (para un debilucho como tú) fuiste, ¡cuán religioso, imaginativo, cuán lleno de esperanza! No sé hasta dónde podré saber si en verdad ese niño al que recuerdo fui yo y no un guardián hipócrita, con identidad falsa, que guiaba el camino de mis pasos inexpertos y le daba el tono a mi conciencia moral.

Quizá mi fascinación por complacer, sin esperar respuesta, en aquel entonces, era un síntoma de cierta idiosincrasia enfermiza. ¿O tal vez algo peor: simplemente que por no tener ni esposa ni familia no he aprendido a proyectar lo suficiente de mi interior hacia afuera y, por no tener descendientes a quienes darle alegría, me refugio en la memoria y adopto la idea del niño que fui como heredero y predilecto? Si estas especulaciones te parecen fantasiosas, lector (acaso seas un hombre ocupado), y quedo fuera del alcance de tu comprensión solo como un vanidoso, me retiro, insensible al ridículo, tras la máscara del fantasma de Elia. Mis mayores, con los que me eduqué, eran de un temperamento que no permitía soslayar el apego sagrado a las viejas costumbres; y las campanadas que anunciaban el fin del año viejo formaban parte de una ceremonia especial. En aquellos días el doblar de esas campanadas de medianoche, que parecía despertar hilaridad en todos los que me rodeaban, nunca dejó de evocar en mi mente un caudal de melancólicas imágenes. Entonces no concebía, sin embargo, el significado de ese momento ni pensaba que fuera realmente de mi incumbencia. La infancia y también la juventud hasta los treinta años transcurren sin que nadie tenga el sentimiento de ser mortal. El joven conoce la fragilidad de la vida, incluso, si fuera necesario, podría sostener una homilía sobre ella; pero no la tiene presente en su conciencia, así como tampoco en un cálido día de junio forman parte de nuestra imaginación los días helados de diciembre. Pero hoy, ¿osaré confesar una verdad?: me pesa enormemente este ajuste de cuentas.

Empiezo a contar mis posibilidades de vida como los centavos de un miserable y a quejarme de lo efímero de cada momento y de que los lapsos duren cada vez menos. En la medida en que los años disminuyen y se acortan, me concentro más en contar los momentos en que con el poder de un solo dedo detendría gustoso la rueda de la fortuna. No me contento con desaparecer “de un plumazo”. Esas metáforas no me dan solaz, ni endulzan el trago amargo de saber que somos mortales. No me interesa viajar con la suave corriente que arrastra la vida humana hacia la eternidad; me niego a seguir el inevitable curso del destino. Amo lo verde de esta tierra verde, el rostro del campo y la ciudad, la indescriptible soledad rural y la dulce seguridad de las calles. Aquí levantaría mi tabernáculo. Me conformo con quedarme en la edad que tengo, junto con mis amigos; no quiero ser ni más joven ni más rico ni más atractivo. No quiero que los años me acaben; ni, como se dice, caer cual fruto maduro a la tumba. Cualquier alteración a esta tierra que piso, ya sea de comida o de casa, me confunde y me perturba. Mis dioses domésticos han sentado sus mientes y lo he pagado con sangre. Ya no están dispuestos a buscar las cosas de Lavinia. Me estremezco ante cualquier otra forma de existencia.

El sol, el cielo y la brisa, las caminatas solitarias y las vacaciones veraniegas, junto con el verdor de los campos y los deliciosos jugos de carnes y pescados, y la sociedad con su copa festiva y luz de velas y las conversaciones junto a la chimenea y las vanidades inocentes y las bromas y hasta la propia ironía, ¿todas estas cosas desaparecerán con la vida?

¿Podrá reír un fantasma, o sacudir sus macilentos flancos, si uno lo trata bien?

Y ustedes, mis amores de medianoche, ¡mis libros!, ¿podré irme con el deleite intenso de llevármelos abrazados con fuerza? ¿Tendré que adquirir el conocimiento, si acaso fuera posible, a través de algún extraño experimento de intuición, y ya no por el conocido proceso de la lectura?

¿Disfrutaré allá de algunas amistades, esperando las sonrisas que me señalan aquí –en el rostro reconocible– la “dulce seguridad de una mirada”?

Durante el invierno, esta intolerable falta de inclinación a morir –para decirlo de la manera más suave– me persigue y me atormenta con más insistencia. En una espléndida mañana de agosto, bajo el cielo sofocante, qué fácil es ver distante a la muerte. En esas épocas las pobres sierpes como yo nos sentimos inmortales. Nos expandimos y florecemos. Llenos de fuerza, volvemos a ser valientes y sabios, y cada vez más grandes. Pero la ráfaga que hiela y entume me pone a pensar en la muerte. Todas las cosas se alían a lo insustancial en espera del sentimiento mayor: frío, aterimiento, sueños, perplejidad; la propia luz de la Luna, con sus apariciones de sombras espectrales; ese frío fantasma del sol, o la hermana enferma de Febo, como la falta de alimento que se denunció en los Cánticos; pero yo no soy de sus esbirros, yo estoy con los persas.

Todo lo que me obstaculice, o me saque del camino, trae a mi mente la muerte. Toda la maldad parcial, como el humor, se enfrenta a ese azote de dolor. He oído que algunos le profesan indiferencia a la vida; aclaman el fin de sus existencias como un puerto de refugio y hablan de la tumba como de unos brazos suaves en donde podrán dormitar igual que sobre una almohada. Algunos han cortejado a la muerte, ¡pero yo me rebelo y te lo digo, fantasma inmundo, repugnante! Te detesto, te aborrezco, te maldigo, y (como el hermano Juan) te entrego a seis mil demonios para que por ningún motivo te perdonen ni te toleren, sino que te condenen, como ser maligno, a quedar marcado con hierro candente, proscrito, deplorado. ¡Nada podrá hacer que te digiera, magra, melancólica Privación, de horrendos y engañosos cometidos!

Todos esos antídotos, prescritos contra el miedo a tu presencia, son tan frígidos y ofensivos como tú misma. Pues, ¿qué satisfacción le proporciona al hombre “yacer al lado de reyes y emperadores”, si en vida nunca anheló mayormente la cercanía de tales compañeros de lecho? O ¿es peor creer que al fin ante ti “aparecerá su bello rostro”?, ¿por qué, para consolarme, Alice W____n tendrá que transfigurarse en espectro? Pero, por encima de todo, me repugnan los trillados epitafios de tus vulgares tumbas. Todo muerto se siente con derecho de estarme sermoneando con sus odiosas máximas: “Como me ves hoy, pronto te verás.” No tan pronto como te imaginas, amigo. Por lo pronto, yo todavía estoy vivo, me muevo y valgo veinte veces más que tú. ¡Reconoce a tus superiores! Ya pasaron tus días de año nuevo. Yo sobrevivo, candidato feliz al 1821. Otra copa de vino, y mientras esa tránsfuga campana enlutada, que acaba de cantar las exequias de 1820, con un cambio de notas dobla ávida la bienvenida del año sucesor, entonemos a su repiqueteo la canción que hiciera e ocasión similar el vigoroso, el alegre señor Cotton:

El año nuevo
Canta el gallo, el brillo de esa estrella
anuncia que el alba se acerca ya;
miren por dónde, separándose de la noche,
dora ya las montañas del poniente con su luz.
Junto a él Jano aparece,
atisbando el futuro año,
con su mirada parece decir,
que no vislumbra buen prospecto.
Despertamos así con mal presagio,
con profecías en contra nuestra
y el temor profético de las cosas
nos produce un mal mayor,
pleno de hiel que atormenta el alma
con más saña que cualquier calamidad.
Pero, ¡esperen!, ¡esperen!, que mis ojos
ven mejor a la clara luz del día
distinguen serenidad en ese rostro
que otrora parecía angustiado,+
tratando de ocultar su descontento
y enfado por las penas del ayer.
Pero aquella mirada nos indica
que le sonríe al recién nacido año.
Mirándolo desde tan alto,
sus ojos lo ven todo completo;
no hay momento que se le oculte
a tan gran descubridor y
cada vez le sonríe más y más
a esa feliz revolución.
¿Por qué habríamos de tener
a las influencias de un año,
que sonríe al despuntar,
y nos bendice al nacer?
¡Con tanta adversidad del anterior,
este tendrá que mejorar!
Y en tanto repasamos el pasado
miremos lo que nos espera
y así nuestro siguiente augurio
será óptimo y superexcelente.
Porque los males mayores (cotidianos)
perpetuidad igual viven que lo que
tarda en desvanecerse la fortuna;
lo cual también nos induce
a hacer más larga la existencia
de unos en vez de otros:
quien de cada tres años tiene uno bueno
y aún se queja del destino
mucha ingratitud muestra,
y no merece el don que goza.
Bienvenido sea pues el nuevo año
del que esperamos lo mejor,
que brille la buena fortuna
incluso en medio del desastre.
Si la princesa nos ignora,
volvamos a brindar por ella,
aunque suframos su despecho,
hasta que un en un año veamos su rostro.

¿No dirían ustedes, lectores, que estos versos tienen un tufillo a la burda magnanimidad característica de la vena inglesa? ¿Verdad que fortalecen como una copa; hacen crecer el corazón, endulzan la sangre y enaltecen el espíritu con su trama? ¿Dónde quedaron aquellos temores a la muerte que acabo de expresar y confesar? Pasaron como una nube –disuelta a la clara luz del sol de la poesía– arrastrada sin dejar huella por una ola del auténtico Helicón, única cura de mis hipocondrías.

¡Bebamos pues otra copa más de vino generoso! ¡Feliz año nuevo, y muchos días de estos, señores míos! ~


Traducción de Aída Espinosa



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