Ya con la aprobación de la mayoría de las legislaturas de los estados, a la reforma educativa sólo le falta la declaratoria de reforma constitucional y su publicación para entrar en vigencia. Sin embargo, la principal batalla legislativa está apenas a punto de comenzar, pues viene la presentación de las iniciativas de legislación secundaria –falta ver si se trata sólo de una reforma amplia a la ley general de educación o si se presenta por separado un proyecto de ley orgánica del nuevo Instituto Nacional de Evaluación Educativa –y su posterior discusión en las dos cámaras del Congreso de la Unión. En ese proceso se verá realmente el compromiso del gobierno y de los partidos firmantes del pacto con un cambio institucional de fondo del arreglo político que desde la década de 1940 ha regido al sistema educativo mexicano.
No es infrecuente en éste país que se hagan reformas constitucionales grandilocuentes que después se quedan en meros enunciados programáticos sin consecuencias jurídicas reales. Es verdad que la formulación de la reforma en curso del artículo tercero constitucional es precisa y parte del reconocimiento de un derecho material: el de los mexicanos a recibir una educación de calidad, además de que crea explícitamente el servicio profesional docente y el sistema nacional de evaluación educativa coordinado por un instituto con autonomía; empero, es en el diseño legal donde se deben crear los mecanismos específicos que hagan eficaz a los dos nuevos sistemas.
El riesgo de que lo avanzado en la Constitución se pierda en la elaboración de la ley es grande. No sería la primera vez que el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación lograra convertir las intenciones reformistas en letra muerta; hay que recordar que en 1992 la dirigencia del SNTE aplaudió el Acuerdo nacional de modernización de la educación básica para, casi de inmediato, dedicarse a evitar que sus principales alcances se materializaran en la nueva Ley general de educación, precisamente esa que hoy está vigente y que no sólo no sirve para que sea el Estado el rector del sistema educativo, sino que incluye un artículo que decreta la impunidad de los trabajadores de la educación cuando violan los preceptos de la ley misma.
A pesar del amplio consenso político y social que se ha expresado en torno a la reforma política de la educación, las fuerzas que se le oponen empiezan ya a agruparse en una curiosa coalición que acerca al MORENA de López Obrador al SNTE de Elba Esther Gordillo, quién ya ha echado por delante a su vanguardia radical, la CNTE, a medir el terreno de los paros, plantones y movilizaciones.
No son menores los recursos con los que cuentan los opositores a la reforma. El SNTE tiene legisladores a su servicio que indudablemente maniobrarán para que en la ley estén las trampas que eviten que la cúpula sindical y su red de delegados y comisionados pierdan los privilegios derivados de controlar la carrera de los maestros; en la discusión legislativa y las negociaciones de pasillo se verán los alcances del acuerdo con los legisladores que responden ya a MORENA antes de que la organización sea formalmente un partido registrado.
Además, incluso si del Congreso sale una buena ley, después en el proceso de implementación se verán los obstáculos que le pongan las autoridades educativas locales, que en muchos casos responden directamente al sindicato, antes que a los gobernadores que las nombraron. Y si la ley no crea mecanismos adecuados para que los maestros no perciban que las nuevas reglas los afectan gravemente, la resistencia posterior a la aprobación de la nueva legislación puede ser ingente. De ahí que el diseño de las reglas de operación del servicio profesional docente y del sistema nacional de evaluación deba hacerse con el mayor cuidad y precisión posibles.
En primer lugar, debe tratarse de una legislación bien integrada. Lo mejor sería que se elaborara un Código general de educación que incluyera un libro sobre la regulación del sistema educativo, uno sobre el servicio profesional y otro sobre el sistema nacional de evaluación y el instituto autónomo, pues se trata de tres elementos que deben actuar de manera articulada.
En segundo término, el diseño del servicio profesional docente debe considerar la necesidad de cambiar realmente el sistema de incentivos de los profesores, actualmente de carácter sindical y político, para que sean el desempeño, los méritos, la creatividad en el aula y la autonomía los nuevos criterios que se valoren a la hora de obtener ascensos y promociones horizontales. Sin embargo, no puede el nuevo sistema dejar de lado el hecho de que las leyes no pueden ser retroactivas en perjuicio de los individuos, ni que difícilmente se puede echar a la calle al 70 por ciento de los maestros sin consecuencias políticas mayúsculas. Por eso, el nuevo sistema debe tener criterios que sean aplicables de inmediato a todas las plazas que se ocupen a partir de su aprobación –lo que implica que se concursen bajo las nuevas reglas todas las vacantes, las de nueva creación y las que se generan por jubilaciones, renuncias o muerte de los maestros– , al tiempo que establezca mecanismos de incorporación gradual de los profesores actualmente en ejercicio y criterios para aquellos que se nieguen a aceptar las nuevas reglas.
Para que el servicio profesional docente sea atractivo a los buenos maestros que hoy ocupan una plaza, los beneficios de incorporarse a un sistema en el que los estímulos económicos, la promoción y la permanencia dependan de evaluaciones de desempeño y rendición de cuentas deben ser grandes; sin duda, las mejoras salariales deben se jugosas para los profesores que se profesionalicen, pero también deben ganar en autonomía y en dignidad profesional. Aquellos maestros dispuestos a ingresar al servicio profesional deben contar también con los apoyos formativos necesarios para que puedan cumplir con las nuevas exigencias.
Por otro lado, para aquellos que no acepten las nuevas reglas debe de crearse un sistema de retiro voluntario, jubilaciones anticipadas y separación del trabajo docente sin pérdida del empleo, de manera que se minimicen los efectos de una resistencia que podría terminar por hacer fracasar la reforma.
Desde luego que para que la reforma llegue a buen puerto se requerirán partidas presupuestales sustanciosas, por lo que ésta, lo mismo que muchas otras de las reformas contenidas en el pacto por México dependen de la madre de todas las reformas: la fiscal, sin la cual todo lo enunciado se puede quedar en mera fantasía.
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