La política externa de un país difícilmente puede cambiar. En esencia, los intereses y los lineamientos que definen esa política están marcados por la Constitución y en todo caso lo que se modifica son los énfasis que pone la política exterior en determinados temas. Si en 70 años de gobiernos priistas el acento de nuestra política ante el mundo estuvo puesto en principios como la “no intervención” y hacer de México un país neutral en un planeta dividido por la guerra fría, con un claro liderazgo en Latinoamérica, a la caída del PRI y la llegada de los gobiernos panistas eso cambió.
Con Vicente Fox la política exterior, sobre todo la relación bilateral con Estados Unidos, se centró en un asunto que casi era de política interior: la migración, con las promesas de la “enchilada completa” y una seria de falacias que hicieron desperdiciar a México sus artes diplomáticas. Fue en ese sexenio cuando la relación con Cuba se tensó a tal grado, en buena medida por el protagonismo del ex canciller Jorge Castañeda, que el distanciamiento con Latinoamérica comenzó a ser evidente y ante el fracaso de sus tratos con la Casa Blanca se comenzó a desdibujar a la política mexicana.
Pero con Felipe Calderón el énfasis cambió y todo el trabajo de las embajadas y consulados de orientó, según las instrucciones presidenciales, a tratar de explicarle al mundo por qué en México se estaba librando una guerra contra los criminales, por qué había tanta sangre y la legitimidad de esa batalla. Salvo su participación en el G20 y el haber traído una reunión de esos países a territorio nacional, además de los videos promocionales donde le gustaba actuar y conducir al Presidente, el resto de la política exterior calderonista fue prácticamente secuestrada por el tema del narcotráfico y su guerra.
De ahí que en la reunión de embajadores y cónsules que se llevó a cabo esta semana y que ayer clausuró el presidente Enrique Peña Nieto, se haya buscado dejar claro que hay un cambio total del énfasis de la política exterior mexicana: no más explicaciones de guerras antinarco, no más una política reducida a la relación con Estados Unidos, no más una política que sólo se dedique a promover las bellezas turísticas del país. La que se planteó en este encuentro es una política externa que privilegie la promoción del país como un destino atractivo para inversiones y como un polo de desarrollo.
Es decir, México buscará retomar el modelo Brasil, que tan bien le funcionó a la nación sudamericana, a través del cual toda su fuerza diplomática en el mundo fue orientada en los últimos años a promover Brasil, a vender al país como un lugar de crecimiento y de oportunidad para inversionistas y desarrolladores. Los brasileños, a partir del gobierno de Lula hicieron tan bien su trabajo, que su país llegó a ser visto como “el nuevo gigante de América” una “potencia emergente”, un país en crecimiento, cuando muchos de sus problemas estructurales, similares por cierto a los de México: corrupción, pobreza, inseguridad y narcotráfico, nunca se resolvieron y siguen siendo graves en la actualidad.
A eso se refirió Peña Nieto cuando pidió al cuerpo de embajadores y cónsules “posicionar a México” y aprovechar la coyuntura positiva que vive el país ante el colapso de las economías de los grandes gigantes, como un país que ofrece todo para invertir, para desarrollar y para detonar todo su potencial.
El primer problema que tendrá la legión de embajadores que comanda el joven canciller José Antonio Meade, con todo su enfoque económico, será borrar la imagen que quedó de nuestro país tras el pasado sexenio como una nación en guerra, con tiroteos y enfrentamientos en las calles y zonas controladas por el crimen. Eso (que aún no termina en su totalidad) es lo que perciben en buena parte del mundo y el primer reto del servicio exterior mexicano es cambiarlo por el “México en transformación” que ve Peña Nieto.
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