(10 febrero 2013).- "Esa muerte es mía".
Anne Sexton sobre el suicidio de Plath, a su siquiatra
Hace 50 años, en Londres, en la madrugada del 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath garrapateó un mensaje, pidiendo que llamaran a su doctor por teléfono, y lo deslizó bajo la puerta de su vecino. Regresó a su departamento. Selló con toallas la puerta de la habitación de sus dos hijos (Frieda, de casi 3 años, y Nicholas, de uno). Abrió el gas del horno, dobló un mantelito para cubrirlo, y metió en éste la cabeza. Cuando la enfermera que su doctor le había asignado llegó a su hora habitual -las 9:30- hubo de forzarse la puerta para entrar al departamento. Sylvia Plath, a los 31 de edad, ya estaba muerta.
Había pasado los últimos meses de su vida luchando contra la depresión que conocía de largo tiempo (decía sentir "Las garras de la lechuza apretando mi corazón") y escribiendo poemas, algunos formidables ("juegan a la ruleta rusa con seis cartuchos en el cilindro", escribiría Robert Lowell en el prólogo).
Su marido, el poeta Ted Hugues, la había dejado por Assia Wevill meses antes de su muerte. Él daría a la prensa los poemas inéditos, Ariel, y una novela, The Bell Jar, sobre la depresión y el intento de suicidio de una jovencita, que ella basó en un pasaje de su historia personal, publicada previamente sin pena ni gloria con el seudónimo de Victoria Lucas, y que en su nueva edición se convertiría en un inmediato best seller. El suicidio afectaría la recepción de su obra, y los detalles -dos hijos tan pequeños, el marido poeta, brillante y conocido, con otra mujer- la convertirían en leyenda.
En 1969, Assia Wevill, la compañera de Ted Hugues, se suicida junto con la hija de ambos (5 años), también intoxicándose con gas doméstico.
Demasiado escándalo para apreciar con justicia a un poeta.
Tuve la fortuna de encontrarme con la obra de Sylvia Plath por una ruta idónea, el teatro, cuando trabajé en el montaje de la obra Vacío, que dirigió Julio Castillo con Jesusa y las Sombras Blancas, en 1980. Si bien es cierto que la poesía de Sylvia Plath pertenece al movimiento llamado "Poesía confesional" (que encabezara su maestro Robert Lowell y compartiera su compañera de banca, la también suicida Anne Sexton) y que fiel a esta escuela utiliza a menudo elementos tomados a pie juntillas de su biografía, e incluso de su cotidianidad (como apunta su amigo A. Alvarez), es en gran medida la teatralidad con la que ella se asume como personaje protagónico lo que hace a sus buenos poemas únicos. Hay en éstos, además de la confesión autobiográfica (de la que, como ya dijimos, echa mano sin recato), un obsesivo montaje teatral para el que no duda añadir elementos imaginarios. Hay más en ellos que su "Señores y señoras, el gran strip-tease", cruzarán la raya de lo real y entrarán en el territorio de la teatralidad obsesiva. Su cuerpo desnudo será el de una "Godiva blanca"/, y en el strip-tease se despojará de su piel y su carne, descarnándose.
"Morir es un arte, como todo lo demás,/ yo sé hacerlo excepcionalmente bien... Ceniza, ceniza... ya no queda nada... me levanto de las cenizas/ con el cabello enrojecido/ y me como hombres como aire".
"Yo soy el fantasma de un suicidio infame/ mi propia navaja azul oxidándose en mi garganta".
"El llanto del niño/ se derrite en la pared./ Y yo/ soy la flecha,/ el rocío que vuela/ suicida, hecha una con/ la ruta hacia el ojo/ enrojecido, el caldero de la mañana".
Personaje, y actriz de diferentes roles, se utiliza para armar un tinglado cargado de lirismo que está cargado de autenticidad poética. Sylvia Plath nació en Boston en octubre de 1932. Su papá, Otto Plath, era entomólogo y profesor de biología alemán; su mamá, hija de inmigrantes austriacos, era 21 años menor que el marido. Otto Plath murió cuando Sylvia tenía 8. Teatraliza estos hechos: el papá es como un zapato en el que lleva 30 años viviendo, "yo tenía que matarte", le dice, "moriste antes de que yo tuviera tiempo", habla de Dachau, "me quedo pegada a una cerca de alambre", "pienso que es muy posible sea yo judía", "el hombre que partió mi hermoso corazón en dos", "yo he matado a un hombre, he matado a dos/ -el vampiro que se hizo pasar por ti/ y bebió mi sangre por un año,/ por siete, si quieres saberlo./ Ya puedes descansar en paz".
Su lengua, cargada de feroz violencia -a ratos atorada de furia ("la lengua pegada a la quijada")-, la electricidad de sus versos tan visible, tan bien montada, tan sin proporciones (en lo que dice), tan mesurados en su construcción, más su impudicia e incandescencia, la han convertido en un clásico.
Autora querida de los amantes de la poesía por sus versos, de los académicos entre otras por el armado de ésta con su entorno, de las feministas no sé bien por qué (su suicidio, depresión y perpetuo enlace conflictivo con algunos de los varones de su vida me son problemáticos) y del público en general por lo terrible de su muerte, su valor no ha disminuido con el tiempo.
Para todos sus lectores ha habido nuevo material y elementos que alimenten su atractivo, entre otros el último libro que Ted Hugues publicó sobre su relación (Birthday Letters), las biografías y estudios, los archivos reservados para fechas posteriores, la película con Gwyneth Paltrow, el material en Youtube (entrevistas, www.youtube.com/watch?v=S-v-U70xoZM; poemas leídos por ella, www.youtube.com/watch?v=6hHjctqSBwM), una cornucopia de sylviaplathismo.
El desequilibrio afectivo y la depresión que la persiguieron desde muy joven, encuentran una cordura notable en los montajes de sus poemas. Es un pesar que en su vida ella no encontró la "forma" que contuviera su persona. Su hija, Frieda (artista y poeta, y la única que hoy le sobrevive, porque su hijo, Nicholas, se ahorcó en Alaska en 99, tras perder también la lucha contra la depresión, y Ted Hugues ha muerto) ha objetado públicamente el circo montado con la vida de Plath -del que yo en su momento también fui hacedora, incluso literalmente con una escena de circo que formaba parte del montaje.
Escritora mexicana. Recientemente publicó la novela Texas (Alfaguara).
Las piedras
Sylvia Plath
Esta es la ciudad donde reparan gente.
Estoy tendida en un enorme yunque.
El círculo azul del cielo plano
salió volando como el sombrero de una muñeca
cuando me caí de la luz. Entré
en el estómago de la indiferencia,
en la alacena muda.
La madre de los morteros me redujo.
Me convertí en un guijarro quieto.
Las piedras de la panza estaban en paz,
la losa serena, sin sacudidas.
Sólo el hoyo de la boca canturreaba,
grillo inoportuno
en una cantera de silencios.
Los habitantes de la ciudad lo oyeron.
Cazaron a las piedras, taciturnos y separados,
mientras el hoyo de la boca denunciaba a gritos
su ubicación.
Borracha como un feto
chupo las ubres de la oscuridad.
Las sondas me envuelven. Esponjas me quitan
los líquenes a besos.
El maestro joyero clava su cincel para abrir
con fuerza un ojo de piedra.
Este es el infierno posterior: veo la luz.
Un viento destapa el pabellón
de la oreja, anciana preocupona.
El agua ablanda el pedernal del labio
y la claridad del día se extiende siempre igual
en la pared.
Los que aplican injertos están alegres,
calientan las tenazas, levantan los martillos
delicados.
Una corriente agita los cables,
voltio tras voltio. Me cosen las fisuras con tripa
de gato.
Un trabajador pasa cargando un torso rosa.
Las bodegas están llenas de corazones.
Esta es la ciudad de los repuestos.
Mis piernas y brazos vendados huelen
dulcemente a hule.
Aquí se componen cabezas o cualquier
extremidad.
Los viernes acuden los niñitos
para canjear sus garfios por manos.
Los muertos dejan ojos para los otros.
Amor es el uniforme de mi enfermera calva.
Amor es carne y hueso de mi condena.
El florero, reconstruido, aloja
a la elusiva rosa.
Diez dedos moldean un cuenco para las sombras.
Mis suturas me pican. No hay nada que hacer.
Quedaré como nueva.
Versión de Tedi López Mills
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