martes, 12 de febrero de 2013

Héctor De Mauleón- El Testigo del asesinato de Madero


La noche en que iban a matarlo, a Francisco I. Madero se le hizo abordar un Protos, tipo Laundet, que piloteaba el chofer Ricardo Romero. Detrás de Madero trepó al auto el mayor de rurales Francisco Cárdenas, a quien acompañaban un capitán y un soldado.

La otra víctima de aquella noche, José María Pino Suárez, fue acomodada en un Packard abierto que manejaba el chofer Ricardo Hernández. A Pino Suárez lo custodiaban el teniente Rafael Pimienta y dos oficiales del cuerpo de rurales.

El primer auto lo había conseguido un empresario que odiaba rabiosamente a Madero: Cecilio Ocón. El segundo lo había facilitado Ignacio de la Torre y Mier: yerno de don Porfirio.



Los coches salieron del Palacio Nacional, doblaron en Moneda y se dirigieron a la estación de San Lázaro. Victoriano Huerta había hecho creer a los detenidos que aquella misma noche iban a marchar al exilio.
La caravana, sin embargo, no llegó a la estación y tomó de pronto el camino que llevaba al Palacio Negro de Lecumberri.

El Protos se detuvo ante la puerta principal de la Penitenciaría. Cárdenas salió del auto y tuvo una conversación en voz baja con un celador, según recordó años después el chofer Ricardo Hernández. Volvió
el mayor al automóvil y la caravana bordeó los muros del edificio, hasta llegar a la parte trasera de la penitenciaría.

Los asesinos de Madero y Pino Suárez no habían contemplado que en la parte trasera de Lecumberri había un garitón de vigilancia, en el que de modo permanente había un celador de guardia. Esa noche le había tocado doblar turno al celador Moisés Díaz.

Poco antes de las 11 de la noche, por las rendijas del garitón, Díaz vio los fanales de dos autos que se acercaban. “Se detuvieron a cuatro varas del muro”, dijo después. Las portezuelas se abrieron. Bajaron varias personas. Un hombre que venía en el primer coche hizo fuego “sobre una persona de baja estatura y traje negro”. El celador notó que el asesino era un rural de alta jerarquía, porque le vio brillar tres galones en la manga derecha. Vio también cómo los tripulantes del segundo auto atacaban “a un señor alto, también vestido de negro”. A la primera víctima le habían dado dos fogonazos en la cabeza. Al hombre alto, que
acribillaron por la espalda mientras intentaba huir, lo habían rematado en el suelo: uno de los esbirros le descargó la parada completa de un máuser.

Moisés Díaz se agachó para no ser visto y llamó por teléfono al director de la prisión, Luis Ballesteros. El funcionario le dijo: “Está bien, no hay cuidado”. El celador regresó a su puesto y volvió a espiar desde las
troneras del garitón. Vio que los atacantes comenzaban a balacear los dos autos. Calculó unos 60 disparos. Asustado y extrañado, volvió a llamarle al director. Éste respondió: “Ya le dije que no haga caso”.

Los asesinos regresaron a los autos y desaparecieron en la noche.

A los 15 minutos, el jefe de celadores de Lecumberri, Ramón Rojas, llegó acompañado por varios gendarmes. Levantaron los cuerpos, “los balancearon en el aire” y los arrojaron al interior de un coche. Cuando los cadáveres fueron depositados en el anfiteatro de la penitenciaría, Díaz pudo ver, temblando de miedo, de quiénes se trataba. Vio también cómo unos médicos los desnudaban y les lavaban las heridas “mojando algodones o esponjas en un lebrillo con agua”. El jefe de celadores lo amenazó: cuidado y fuera a contar algo. A las siete de la mañana oyó vocear la noticia. Encontró el titular siguiente: “Los Sres. Madero y
Pino Suárez resultaron muertos al ser llevados a la Penitenciaría”, y un llamado que agregaba: “Cuando se les trasladaba a esa prisión, en dos automóviles, un grupo de hombres armados pretendió libertarlos,
resultando muertos, de resultas del tiroteo entablado entre asaltantes y escolta, dos de los primeros y los dos presos”.

Moisés Díaz era el único hombre en el país que sabía a ciencia cierta lo que había ocurrido. No es difícil imaginar con qué pavor vivió durante el tiempo que duró el huertismo. En septiembre de 1914, tras la caída de Huerta, un ciudadano, Edmundo Ordoñez, dijo saber en que lugar se encontraba el coche placas 2263, en el que habían conducido a Madero rumbo al sacrificio, y dio la dirección de un garage situado en la calle
de López número 6. Ese dato fue el punto de arranque de la investigación realizada por el gobierno constitucionalista, en la que el testimonio de Moisés Díaz resultó crucial.

Hoy el garitón ha desaparecido de la fachada posterior de Lecumberri. Sólo queda una placa que recuerda el sitio donde Madero y Pino Suárez fueron asesinados.

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