El liberalismo debe acotar al Estado o a los poderes fácticos? ¿Es una obligación liberal amar al país propio o a las instituciones democráticas? ¿Es posible un orden internacional liberal que prescinda del imperialismo? ¿Son los derechos del hombre una expresión masculina o universal? ¿Desde qué valores, si no los religiosos, pueden las democracias sancionar conductas? López Noriega, Peña Rangel, Iber, Vela Barba y Zaid evitan los facilismos al momento de plantear estas y otras interrogantes en torno al quehacer liberal.
La libertad de conciencia fue desconocida hasta hace tres milenios. En la perspectiva del homo sapiens (¿200 milenios?) acaba de nacer, después del habla (cuando menos 50) y la escritura (unos 10).
Se manifestó en grandes espíritus críticos de las creencias, usos y costumbres de su propia tribu, entre los siglos VII y II antes de Cristo. En ese “periodo axial” (Karl Jaspers, The origin and goal of history), surgieron paralelamente los pensadores griegos, los profetas bíblicos, Zoroastro en Persia, Buda en la India y Confucio en China.
Es una libertad que nace con el desarrollo individual, y por lo mismo es conflictiva con el desarrollo social. Las comunidades tienden al integrismo: que todos convivan en las mismas creencias, usos y costumbres, que nada rompa la unidad de la vida en común. Y al que no le guste que se vaya (o que perezca). La unidad heterogénea les parece inconcebible.
La libertad de conciencia empieza en el fuero interno, pero mueve a la conversación. Tiende a comunicarse: compartir la conciencia crítica, liberarse y liberar. Puede enfrentarse a la indiferencia, la burla, el rechazo social o la persecución del Estado. Puede lanzarse al proselitismo. Cuando está en minoría, aboga por el derecho a las libertades de conciencia, de expresión y de culto. Cuando llega al poder, las olvida. Acaba transformando su crítica de las creencias en nuevas creencias. Y se repite el ciclo en un nuevo integrismo.
La democracia no resuelve el problema. Arístides (530-468 a. C.) fue un ciudadano admirable, tan admirable que fue llamado el Justo, y tan justo que un día de votación, cuando había que elegir a los condenados al ostracismo (el destierro de la polis), un conciudadano que no lo conocía, ni sabía escribir, le pidió que en su óstrakon (concha de ostra o fragmento de vasija que se usaba para votar) escribiera Arístides. Lo hizo escrupulosamente, pero le preguntó: ¿Por qué quieres desterrarlo, si ni siquiera lo conoces? Porque me fastidia su buen nombre. Lo cuenta Plutarco en su Vida de Arístides (VI, puede leerse en Wikisource).
La exclusión de los impuros, de los demasiado puros, de los deficientes, de los sobresalientes, de los llegados de otra parte, de los que parecen raros, monstruosos, peligrosos, extraños, diferentes, es un reflejo tribal arcaico y persistente. Medio milenio después, San Pablo tuvo que irse de Palestina porque muchos de los primeros cristianos lo consideraban un apóstol advenedizo, que ni siquiera había conocido a Cristo, y además predicaba a los gentiles. Sentían que los conversos al cristianismo tenían que ser judíos o someterse a la observancia mosaica: circuncidarse, comer kosher, guardar el sábado. El mismísimo Cristo escandalizaba cuando curaba en sábado o comía con publicanos.
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