martes, 9 de abril de 2013

Cronica: El Chacal: un desheredado en la ciudad.

“Acompáñame, no tengas miedo, para que conozcas a mis compas”, me dice Miguel Ángel mientras caminamos por un callejón en el que nunca antes había estado.

Quiero conocer el lugar donde compra su activo, pero en el camino ya no me parece tan buena idea. Está oscureciendo y ni siquiera sabría encontrar con facilidad una avenida principal.

“Ándale, son buenos tipos; hay como veinte ahorita”, insiste sin detener sus pasos frágiles, titubeantes, luego de atascarse con tres monas bien servidas que escurrían “como chocolatito”, como dice él.
“No, mejor aquí te espero… ve y yo aquí me estoy”, le digo finalmente, mientras él se pierde algunos metros más adelante cuando dobla en una esquina. Lo espero durante más de media hora, pero no vuelve a aparecer. Es la última vez que veo a Miguel Ángel.



Miguel Ángel es indigente. Duerme donde puede y sólo posee la ropa que trae puesta. Tiene 67 años, es drogadicto y alcohólico, y desde hace algún tiempo dejó de preocuparse demasiado por su futuro. Sin ninguna aspiración, cada día vive en dos mundos: entre los desplantes y agresiones de la realidad, y la euforia desmedida que le ofrece el chemo.

Antes, joven soberbio y ambicioso, Miguel Ángel fue padrote, vendedor de marihuana y pollero. No sólo eso. También fue un conquistador, me dice, que tuvo mujeres por montones. “Fui un verdadero cabrón, la verdad, muy ojete con todas ellas. Era tan hijo de la chingada que todos me conocían como El Chacal. Pero ya no, eso fue antes”.

Chacal. Entiéndase un mamífero carnívoro, a medio camino entre el zorro y el lobo, que es carroñero y de costumbres gregarias. Así es precisamente El Chacal: gregario y disperso.

Y es que el activo ha hecho mella en su persona: su mente divaga y difícilmente puede sostener una conversación. Además de que tiene toda la sintomatología de un adicto: inflamación y manchas alrededor de la boca, sangrado constante de la nariz, dificultad para expresarse y una apariencia general de tener gripa.

Por fortuna conmigo es amable y hasta muestra momentos de energía. Responde a cuanta pregunta le hago y ni siquiera se inhibe con mi cámara. Le pregunto si puedo tomarle algunas fotografías y me dice que todas las que yo quiera. Ese fue el inicio de una gran charla que se prolongaría durante las próximas cinco horas.
Me encontré con él un sábado de septiembre afuera de la iglesia San Juan de Dios, en la plaza que lleva el mismo nombre, donde también se encuentra el museo Franz Mayer, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

En un pequeño rincón que no rebasa los dos metros cuadrados, tiene todo lo que posee en esta vida: una colchoneta, un par de cobijas, algo de comida, un sombrero y una figura de San Judas Tadeo (es fiel al santo de las causas perdidas). “Nada me falta, tengo todo lo que necesito. Antes tenía mi casa aquí a la vuelta, pero por vender droga estuve en la cárcel y perdí todo. Pero, ¿te digo algo? Soy feliz”.
“¿Y su familia?” -le pregunto.
“Mi madre murió cuando era niño y mi padre pocos años después. Huérfano, conocí a unos polleros y comencé a trabajar con ellos. Tampoco tengo esposa ni hijos, pero sí a una viejita linda. Soy feliz, la verdad”.
“¿Tienes hambre? Te invito unos tacos” -le digo.

“Ya vas Barrabás”.

Miguel Ángel es originario de Veracruz, pero pronto abandonó el estado para ir a la frontera norte del país para dedicarse a cruzar indocumentados. Años después llegó a la Ciudad de México y nunca más cambió de residencia: aquí halló todo lo que deseaba. En sus buenos tiempos visitó cuanto burdel se encontraba; en estos lugares convivió con asaltantes, golpeadores, violadores y drogadictos. Fue padrote y abusador. Poco tiempo después comenzó a vender marihuana. Ganó buen dinero, pero así como llegó, se fue.
Mientras come sus diez tacos de suadero, me cuenta que siempre ha sido muy bueno para repartir cates. “Pum, pum, pum y ¡zas!, en dos patadas me los despachaba”, relata a la vez que lanza algunos golpes al aire. “Todavía me descuento a uno que otro, no te creas”.

Después de los tacos, lo invito a una cantina donde nos tomamos unas cervezas. Dejo que hable todo lo que quiera y que se sienta en confianza. Entre muchas cosas, me dice que un día deberíamos de dar la vuelta por Garibaldi, que ahí todo el mundo lo conoce. “Tú nomás di que eres mi sobrino y no tendrás ninguna bronca”.
Luego, con la ligereza que da haber tomado algunas cervezas, me confiesa al oído: “No y qué te cuento. Hace un mes asesiné a una señora. Le di varios rocazos en la cabeza ¡y que se empieza a convulsionar! Me pelé como pude, de pendejo me quedo ahí, ¿no crees?”.
Después de beber y comer, Miguel Ángel me lleva de regreso al lugar donde lo encontré. Se recuesta y comienza a inhalar. Yo aprovecho para tomar más fotografías, tal y como he hecho todo este tiempo.
Ahí tirado, con la mirada extraviada y el cuerpo fragilísimo, pienso que El Chacal es víctima de él mismo, de sus acciones perversas, de su orfandad prematura, de su pobreza y de sus adicciones.

Un hombre que teniendo todo en contra deseó dar un giro a su vida, hacerla en grande -te juro por esta que ahora sí salimos de pobres- y cuál, no pasó nada, la miseria lo siguió hasta el final de sus días.
Es víctima de sí mismo, es cierto, pero también es víctima de la sociedad egoísta que discrimina a personas como él. Un desarraigado en su propia tierra, un lumpen, como dirían los estudiosos. Víctima de un sistema económico que los anula sin más. Para ellos no hay nada, ni un sólo chance. Jodido naciste y jodido morirás. Inténtalo si quieres, pero de ahí no pasas.
¿En qué momento Miguel Ángel se dejó llevar a la situación en la que se encuentra ahora?

“¿Y dónde compras tu activo?”
“Aquí atrás, en una vecindad. Vamos, acompáñame”.
Pienso que es una buena oportunidad para tomar más fotografías, unas que nadie tendría. Y entonces nos dirigimos a donde dice Miguel Ángel. No lo conozco bien e incluso me acaba de contar a detalle cómo asesinó a una mujer y cómo la abandonó en un terreno baldío, pero extrañamente confío en él.
“¿Cuántos rocazos le diste a la mujer? ¿Alguien te vio?”
“Como seis o siete, en la mera cabezota. Me vio uncompa que me dijo que no corriera, que caminara como si nada, pero de pendejo le hago caso”.
Caminamos en silencio por varias calles solitarias: mi acompañante ya va muy drogado. De algún modo voy solo a no sé dónde diablos. Al final, considero que no es buena idea acompañarlo. Prefiero esperar y seguir platicando después, pero ya no vuelve.
Tras media hora de espera guardo mi cámara y regreso por donde habíamos venido. Después de unos minutos me encuentro, de nuevo, frente a la apatía de millones de personas que diariamente deambulan por la urbe. Miles de autos, miles de personas dirigiéndose presurosas a no sé dónde. Dudo un poco antes de dejarme tragar por el bullicio citadino, pero al final no tengo opción. Solo en medio del caos.
De algún modo, en algún breve instante, todos somos Miguel Ángel, todos somos El Chacal. Unos desheredados en nuestra propia tierra…

Fuente: http://www.elarsenal.net/2013/04/06/el-chacal-un-desheredado-en-la-ciudad/

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