martes, 9 de abril de 2013

¿Democracia o palocracia? -- Federico Reyes Heroles

La reacción natural en cualquier democracia hubiera sido la triste aceptación. Cuando las posiciones se polarizan y la intolerancia se impone, el final de la historia es previsible: la fuerza pública debe de intervenir para restablecer el orden. Esa violencia legítima es la garantía de los ciudadanos. Si quiero seguir viviendo en paz y que mi patrimonio y empleo estén garantizados, en ocasiones el uso de la fuerza pública es triste pero inevitable. Esa sería la reacción de un ciudadano acostumbrado a los usos democráticos.

Pero en México hubo algo muy distinto después de la liberación por parte de la PF de la llamada "Autopista del Sol". La reacción fue un gran aplauso. Allí están las primeras planas de los periódicos y el alud de comentarios de todo tipo. No es la primera ocasión en que ocurre. Vale recordar la entrada de la PFP en CU después de casi un año de ocupación violenta. Cómo explicar la reacción mexicana. Decir que el 1968 y el 1971 generaron un trauma es un ine-vitable lugar común. Esos sucesos paralizaron a muchos gobernantes priistas. Los usuarios de las estrategias violentas se envalentonaron y los actos violentos se multiplicaron. Llegaron nuevos sucesos traumáticos. Atenco y la APPO en Oaxaca mostraron la falta de experiencia y profesionalismo de nuestras policías. El descrédito de los cuerpos policiacos creció. El uso de la fuerza pública es válido sólo respetando el orden jurídico.



El PRI salió del poder tatuado por su incapacidad para restablecer el orden sin arbitrariedad. Con la alternancia y ante la exigencia ciudadana de garantizar el orden, se abrió una gran oportunidad para un cambio. No fue así, al contrario, la noción de una política sin mácula durante la era Fox dio amplio margen a todo tipo de disturbios sin reacción de la autoridad. Ello alentó a los militantes de esa estrategia. Otras acciones fallidas de la autoridad, como la pifia del nuevo aeropuerto capitalino, atizaron la hoguera. Lo que no se obtenía por la negociación se lograba con machetes en las calles. PRI y PAN, por motivos diferentes, fueron abdicando de una obligación del Estado. Calderón tuvo el mérito de Luz y Fuerza, pero fue una excepción. De la izquierda en el gobierno -víctimas históricas del 68- era difícil esperar que se convirtieran en adalides de esa causa. No sólo fueron tolerantes sino abogados de las profundas razones justicieras de tales movimientos. Por eso alienta el reciente nuevo intento en la capital por establecer protocolos claros para la imprescindible intervención de la fuerza pública. La afectación a terceros no puede convertirse en parte inherente de nuestra vida pública, sería una anormalidad democrática. Cientos de marchas y plantones, bloqueos, ciudades paralizadas como en Oaxaca no deben tener cabida en el paisaje político de México.

Pero los costos van mucho más allá de la molestia ciudadana. De 144 economías el Foro Económico Mundial (WEF) sitúa a México en la posición 134 en percepción de confianza en servicios policiales. Los costos indirectos de inversiones canceladas y empleos que no se crean son invaluables. En el Índice de Competitividad de la Industria de Viajes y Turismo aparecemos en el lugar 121 en Seguridad y Protección. Esas señales son nefastas. México puede ser muy prometedor en muchos aspectos, pero si el Estado está ausente en su función básica de garantizar seguridad a personas y bienes, el castigo en el bienestar será para decenas de millones. Así de grave. El Estado mexicano hoy se mira muy débil, el bloqueo de una carretera por una pequeñísima minoría es capaz de cambiar el rumbo de una política de Estado. ¿Quién quiere ir allí?

Por eso la muy eficaz intervención de la Policía Federal -se ve la experimentada mano de Mondragón- se convirtió por ello en un acontecimiento casi de júbilo. El Estado no puede permitir que el diálogo sea sustituido por la violencia de unos cuantos y por la inacción de la fuerza pública. Imaginemos la vulnerabilidad producto de la red carretera, o de los aeropuertos, o de las oficinas públicas. Congresos locales apedreados, líderes partidarios y legisladores perseguidos ahora por enmascarados como en la UNAM, la escalada es seria. Frente a los palos con clavos o las piedras no hay alternativas. Ahora las víctimas son entidades gobernadas por opositores al PRI. En un Estado débil nadie gana. Ese es el dilema, una democracia de las mayorías fundada en la palabra o una palocracia de las minorías.

A palos y sin autoridad la competida democracia electoral mexicana sigue siendo poco confiable. Se trata de un punto de inflexión, lo ocurrido no debe ser una excepción sino un reflejo automático de nuestra democracia. La racionalidad de la violencia legítima acota la violencia irracional. El déficit de autoridad es enorme, pero si los reflejos de la autoridad se vuelven consistentes, el uso de la violencia disminuirá. Eso es lo deseable, transitar de la palocracia a la democracia.

Fuente: Reforma 09-04-13

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