Ciudad de México, 6 de abril (SinEmbargo).– Todavía Marcelina Bautista no cumplía 15 años y tuvo que enfrentar una dura jornada laboral. Estaba en esa etapa de la vida en que no se es ni oruga ni mariposa y, de forma abrupta, tuvo que cumplir con responsabilidades. Es originaria de Tierra Colorada, Nochixtlán, ubicada en las altas montañas de la mixteca oaxaqueña. Su sueño era trabajar, ganar dinero en una ciudad que parecía que la devoraba, el Distrito Federal. Aquí comenzó a ocuparse en un trabajo aparentemente sencillo, pero que en realidad no lo es. Debía de lavar, planchar, cocinar, cuidar a los niños, limpiar la casa, en horarios extenuantes y con pocos días para descansar. Comenzó siendo empleada de fijo en una casa, luego en otra y otra, hasta que decidió que era mejor laborar de entrada por salida.
Su vida ha sido difícil como la de muchas otras trabajadoras del hogar en México y en casi toda América Latina. Veintidós años de su vida se desempeñó en este oficio, se ha sentido discriminada, ignorada. No obstante, ha tenido la fuerza de luchar y vencer fantasmas, miedos e inseguridades.
A través de la Biblia comenzó a tener una concientización de los derechos humanos y del bien común. En 1986, en el movimiento Juventud Obrera Cristiana, encontró lo que había estado buscando: la posibilidad de conocer a otros trabajadores como ella, informarse sobre sus derechos. Fue a partir de esa experiencia con el grupo de la iglesia que Marcelina empezó a tener contacto con más trabajadoras del hogar.
Gracias a su persistencia e incasable labor, reunía en parques, en patios de casas, en calles cerradas, en los escenarios que se pudiera, a las mujeres que como ella experimentaban desigualdad en sus derechos laborales y se sentían menospreciadas, ninguneadas e invisibilizadas en sus quehaceres. La voz de Marcelina se hizo escuchar en no pocas reuniones hasta que, con pasos firmes, comenzó a gestarse una de las primeras organizaciones de trabajadoras del hogar, La Esperanza. ¿Acaso no había mejor nombre para la agrupación de mujeres que anhelaban que un día se hicieran valer sus derechos? ¿Quién aceptaría un empleo en donde no hay condiciones para que se establezca un salario digno, sin un contrato de por medio ni seguro social, horario definido, jubilación, vacaciones, aguinaldo, días de descanso establecidos, trato respetuoso ni indemnización?
“La crisis económica, las condiciones de empleo y desempleo en el país, hacen que las trabajadoras del hogar acepten el salario y las condiciones que les imponen”, señala Mary R. Goldsmith, investigadora de la UAM Xochimilco.
Lo cierto es que el trabajo del hogar no se realiza por vocación sino porque es el único que ofrece un lugar donde vivir y alimentación, ya que no hay mayores requerimientos en el conocimiento del oficio y un sueldo. No obstante, las exigencias e injusticias laborales son muchas; tan sólo basta con hablar con algunas trabajadoras del hogar para comprobar que se trata de uno de los oficios más discriminados en México.
LA ESCLAVITUD MODERNA
Isabel Andrés es originaria de Chilchotla, Puebla. Llegó a trabajar a la ciudad de México a los doce años, decidió venir a probar suerte y así terminó su infancia. Desde hace más de cinco décadas trabaja en la colonia Narvarte. “Eres como de la familia y te apreciamos mucho”, le dice la patrona, lo que se traduce en cierto sentido de pertenencia. La patrona de Isabel dejó de tener un ingreso fijo y desde hace más de ocho años, ya no le paga a su empleada, le dice que debe conformarse con tener techo y comida. A sus 70 años, Isabel padece várices y ha ido perdiendo la vista. Sus únicos ingresos son la pensión alimentaria para adultos mayores y un apoyo mensual que recibe de parte de la Delegación Benito Juárez porque no tiene apoyo en el sector salud gubernamental. Si hubiera una ley que permitiera que las trabajadoras del hogar se jubilaran, ella sería la candidata ideal. Como no la hay, deberá seguir desempeñando sus labores hasta que el cuerpo se lo permita.
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