Cuando alguien se volvía a casar, el doctor Johnson decía que se trataba de un "triunfo de la esperanza sobre la experiencia".
Numerosas actividades dependen de la fe o la ilusión. Cada vez que un estadio se llena para apoyar a la selección mexicana, confiamos más en la esperanza que en la experiencia. El fenómeno rebasa el marco de la crónica deportiva. ¿Qué explica que una multitud se desentienda de la realidad y aspire a algo que no respalda la evidencia? Las causas de esta conducta animan el difuso y socorrido territorio de la teología popular.
Esto viene a cuento porque el miércoles pasado presenciamos un suceso colectivo inexplicable. El Paris Saint-Germain ofreció un partido impecable en el Camp Nou; dominó al Barcelona, sometió al portero a un intenso tiroteo y se puso al frente 0-1. El club blaugrana tenía el balón pero hacía jugadas inocuas.
La explicación del extravío estaba en el banquillo. Lionel Messi contaba los minutos para recuperarse de una lesión. Los médicos, de por sí conjeturales, no habían dado al paciente de alta, pero dejaron abierta la posibilidad de que jugara "bajo su propio riesgo".
Esto se volvió urgente porque el partido se parecía a una frase de Ernest Hemingway: "París no se acaba nunca". El entrenador del PSG, Carlo Angeloti, dominaba la estrategia. Tito Vilanova, endeble en las eliminatorias directas, no disponía de ningún remedio táctico; agotadas las ideas, sólo podía confiar en las supersticiones: decidió que el lisiado entrara al campo.
A partir del minuto 16 del segundo tiempo, la cultura de masas contempló un espectáculo esotérico, un radical triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Los gladiadores del Paris Sant-Germain sintieron una extraña comezón en sus tatuajes, suspendieron sus vertiginosas diagonales y dejaron de entenderse. ¿Cómo explicar la repentina Babel en que se convirtió esa transnacional del futbol patrocinada por un señor de Qatar? Y algo aún más raro: ¿cómo entender que los sonámbulos del Barcelona despertaran de pronto con ganas de desayunar?
David Villa explicaría la transfiguración con las escuetas palabras de los futbolistas: "Messi lo cambió todo". En efecto, eso pasó. Lo peculiar es que al pisar el césped, el mejor jugador del mundo era un herido con una pierna que no le obedecía o sólo le obedecía para dolerle.
Sabemos que el rosarino no es proclive a la introspección y hay quien asegura que desconoce la vida interior. Los asuntos del espíritu no son lo suyo. Sin embargo, jugó en calidad de mero espíritu o de lo que un espíritu hace cuando lleva botines. Una jugada suya propició el empate que bastaba para pasar a la semifinal de la Champions. No anotó el tanto ni dio el pase de gol; hizo lo que nadie había hecho hasta ese momento: con un puntapié de alta escuela, mandó el balón hacia donde el peligro era posible. Después, caminó adolorido, escupió sobre la hierba, retuvo la pelota, soportó alguna falta. Lo asombroso estaba en derredor. El breve martirio del número 10 hizo que todos fueran diferentes.
El dramaturgo brasileño Nelson Rodrigues afirmaba que en el futbol hasta los fantasmas tienen obligaciones. El Santos se beneficiará siempre del espectro de Pelé.
En la más extraña de sus noches, Messi atestiguó su propia posteridad. No entró a la cancha, apareció ahí. No hay claves racionales para descifrar el desplome de los otros y la recuperada entereza de los suyos (y si las hay, suenan a recetas de autoayuda o, peor aún, a declaraciones de futbolistas: "Leo nos motivó con su esfuerzo").
El sortilegio fue extraño incluso para el protagonista. Messi hizo lo suyo; una pierna le duele; se verá obligado a prescindir del siguiente partido. Estas simplezas sustentan la fabulosa conversión espiritual ocurrida en el Camp Nou. La interpretación del fenómeno es inagotable e incluye opciones para los numerólogos (el partido se jugó en 10 de abril, de modo que debía ser decidido por alguien con el número que también Pelé y Maradona llevaron en la camiseta; además, los números del mes -4- y del año -2013- suman 10).
En el Mundial de 2010 el único orácu- lo confiable para adivinar resultados fue un pulpo alemán que posaba sus tentáculos sobre el posible ganador. El futuro es tan impredecible que lo conoce un pulpo. Más extraño no poder explicar las causas de lo que vemos.
Messi altera al público, a los contrarios, a sus compañeros e incluso a los árbitros, que creen que puede continuar las jugadas en el suelo. Hipnotizados por sus lances, se olvidan de pitar.
Ramon Besa escribió en El País que algún día Messi ganará partidos convertido en figura de cartón. Su nombre ya se confunde con el destino.
Cuando filtró el balón al área del PSG, mostró lo más raro que puede ocurrir en el deporte. Esa jugada sólo en parte era un acto físico: la vida interior del partido había cambiado.
Fuente: Reforma
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