a la memoria de Simón Alberto Consalvi
En las Obras completas de Simón Bolívar, perdido entre 2,923 cartas y discursos, hay un documento tan extraño que algunos historiadores han dudado de su paternidad. Es “Mi delirio en el Chimborazo”, deliquio literario que data quizá de 1822 y refiere la ascensión, seguramente parcial y tal vez imaginaria, de Bolívar al volcán ecuatoriano. En su “Marcha de la Libertad” había atravesado “regiones infernales, surcado los ríos y los mares, subido sobre los hombros gigantescos de los Andes” hasta llegar a esa “atalaya del Universo”. Ni el tiempo había logrado detenerlo. De pronto, poseído del “Dios de Colombia” (la inmensa y promisoria nación fundada en lo que hoy es el territorio de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), “el Tiempo” mismo (viejo venerable, hijo de la Eternidad) se presenta ante él para recordarle la pequeñez de sus hazañas. “He pasado a todos los hombres en fortuna –respondió Bolívar– porque me he elevado sobre la cabeza de todos”, pero la visión le revela el secreto del “Universo físico y moral” que, al despertar, debía trasmitir a sus semejantes.
Bolívar nunca compartió aquel secreto, pero sin duda sentía haber “demostrado a Europa que América tenía hombres equiparables a los héroes del mundo antiguo”. Nuevas empresas lo esperaban: la derrota de las fuerzas realistas en el Perú (1824) y la creación (en el Alto Perú, en 1825) de una nación que llevaría su nombre, Bolivia. Y poseído por “el demonio de la Gloria” quería llegar hasta Tierra de Fuego. A principio de 1826, solo un capítulo faltaría en su libreto: “el laudable delirio” anunciado en su famosa “Carta de Jamaica” de 1815: un gobierno confederado de las naciones americanas: “¡Qué bello sería –había escrito entonces– que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar ahí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios...” En junio de 1826, Panamá sería, en efecto, la sede de ese Congreso Anfictiónico. Para entonces, según estimaciones, Bolívar había recorrido 23,000 kilómetros de campaña y comenzaría a dar señales serias de la tuberculosis que a fines de 1830 acabaría con su vida.
Tratándose del inabarcable Bolívar, es difícil sustraerse a la teoría del “Gran hombre”, más aún si el mismísimo Thomas Carlyle dejó en 1843 un pequeño perfil en el que lo llama “el Washington de Colombia”, lo compara con Aníbal, y va más allá: “Si este no es un Ulises [...] ¿en dónde ha habido uno? ¡En verdad un Ulises cuya historia valdría su tinta, si apareciera el Homero capaz de escribirla!” A lo largo de los años, cientos de autores han buscado encarnar a ese Homero. Ahora recoge el desafío de Carlyle una distinguida escritora peruana: Marie Arana. Su libro Bolívar: American liberator (editado este año en Estados Unidos por Simon & Schuster) no pretende nada menos que eso: recrear la saga homérica del Ulises americano que, según Arana, “por sí solo concibió, organizó y encabezó los movimientos de independencia de seis naciones”.
Con una óptica abiertamente carlyleana, Arana (antigua editora del Washington Post, autora de un par de novelas y de un best seller de National Geographic) se propuso intentar “una narrativa arrolladora, atractiva, más una épica cinematográfica que un tomo académico”. En ese sentido logró su propósito. Su libro no descubre información importante ni aporta interpretaciones originales, pero se lee como una novela escrita con color y brío, poblada de personajes, paisajes, episodios y escenas memorables. Se ha dicho que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Arana pertenece al primer grupo: su historia, como la de Bolívar, no conoce un momento de calma y en su mismo tempo trasmite la irrefrenable pasión del hombre que en la mañana del Jueves Santo de 1812, caminando por las ruinas de su natal Caracas tras un devastador terremoto, exclamó: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.”
Arana describe el origen de esa intensa y furiosa determinación. Nacido en 1783 en el seno de la más alta aristocracia criolla, descendiente de un fundador de Venezuela del que provenía su nombre y linaje, Bolívar heredó una inmensa fortuna: doce casas y solares en Caracas y La Guaira, minas de cobre, haciendas de azúcar e índigo, plantaciones de cacao, rebaños de ganado y cientos de esclavos. Pero desde la más temprana niñez la propia naturaleza había decidido oponérsele: huérfano de padre a los dos años y de madre a los nueve, el niño Simón agrega a su riqueza enormes plantaciones de cacao legadas por el sacerdote que lo bautiza, pero nada mitiga su tragedia: “irascible, caprichoso, necesitado con urgencia de una mano firme, se volvía cada vez más ingobernable”. Según testimonio de un pariente, Simón vagaba solo por las calles, a pie o a caballo, acompañado de muchachos que no eran de su clase. Y “toda la ciudad de Caracas lo había notado”. Tras procurarle una esmerada aunque inconstante educación científica y literaria, y el ingreso a la Academia Militar, en 1799 sus tutores discurren la solución de un viaje a Madrid, donde el joven aristócrata frecuenta la Corte imperial, con incidentes chuscos que mucho tiempo después recordó o acaso inventó (como haber estrellado un gallo de bádminton en la cabeza del futuro Fernando VII). Lo cierto es que en ese primer viaje a Europa encuentra el amor que debía redimirlo. Su matrimonio con María Teresa Rodríguez del Toro ocurre bajo los mejores auspicios. La joven pareja se instala al lado de la catedral en Caracas. Pero el idilio es efímero. María Teresa muere a los cinco meses de su arribo, víctima de fiebre amarilla. Bolívar queda viudo a los diecinueve años de edad. Sus duelos son el anuncio del rebelde que vendrá.
Su preceptor, el rousseauniano Simón Rodríguez, le “hizo comprender que existía en la vida de un hombre otra cosa que el amor”, escribía Bolívar a su amiga Fanny du Villars en 1804, durante el nuevo viaje europeo que había comenzado en 1803 y se extendería hasta 1807. En las principales capitales frecuenta la vida galante y los salones ilustrados, atestigua el ascenso de Napoleón, el “gran hombre” a quien siempre tuvo presente como emblema heroico, pero cuya coronación en Notre Dame en 1804 le pareció abominable. Y en la primera ascensión febril de su vida (en el Monte Sacro de Roma, en 1805), acompañado por Rodríguez, jura liberar América del yugo español. Arana cubre con vivacidad esta etapa, aunque no deja de incurrir en tópicos de la historia tradicional. Un ejemplo es su relación con Humboldt, el sabio alemán cuyas obras habían abierto al público europeo (y a Thomas Jefferson) el interés y el apetito por los riquísimos dominios de España en América. Arana recrea los encuentros casi como señales de predestinación, pero muchos años después Humboldt –sorprendido por la buena estrella de Bolívar– recordaba a su interlocutor como “un hombre pueril”.
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El enfoque carlyleano es popular pero como método y teoría del conocimiento histórico, además de anacrónico, tiene al menos dos inconvenientes: tiende a dejar de lado contextos pertinentes (sociales, culturales, históricos), y a cancelar la distancia entre el biógrafo y el biografiado. Arana incurre en esta doble falla desde el instante en que asume el libreto de Bolívar según el cual los hechos que conmovieron el subcontinente americano en la segunda década del siglo xix fueron provocados por la “incompatibilidad fundamental” entre el viejo, decadente pero aún poderoso Imperio Español, que había oprimido a sus colonias de ultramar por trescientos años, y la voluntad de los americanos por conquistar su libertad e independizarse. A estas alturas, con los aportes diversos al conocimiento histórico que Arana desestima, es inadmisible esta variante de la leyenda negra española aplicada a los movimientos de independencia.
Una prueba está en la propia historia venezolana. En sus albores (entre 1812 y 1814) la guerra de Independencia fue más bien lo contrario: una sanguinaria guerra de contra-independencia librada, no entre venezolanos y españoles, sino entre los propios venezolanos. Del lado de Bolívar, secundados por algunos sectores populares y tropas neogranadinas, luchaban los que querían cambiar: los criollos históricamente resentidos con España que de tiempo atrás reclamaban el dominio de su heredad. Frente a ellos se alzaron los defensores locales de la Corona: un ejército de 12,000 “pardos”, muestra más que representativa de la mitad “parda” de la población (unos 400,000 habitantes) nacidos de la mezcla variopinta de los esclavos negros, los blancos y la menguada población indígena. Sus jefes sucesivos fueron el canario Monteverde y el asturiano Boves. El resentimiento de los pardos –no del todo maltratados por la legislación española y sus representantes– iba dirigido contra la rica minoría criolla denominada “mantuana”, dueña de estancias ganaderas y haciendas de cacao y tabaco, obsesionada con los títulos nobiliarios, guardiana de la “limpieza de sangre”, pero sobre todo despreciativa de aquella “multitud promiscual”.
Ninguna región americana, con la sola excepción de Haití (que decapitó a su élite blanca), sufrió durante la independencia una guerra étnica y social (llamada entonces “guerra de colores”) de esas proporciones. Tras el fracaso de la Primera República (25 de julio de 1812), en el verano de 1813 Bolívar lanzó la llamada “Campaña admirable” gracias a la cual liberaría parte del territorio venezolano, asumiendo poderes dictatoriales. Pero las fuerzas de Boves –acuciadas por la promesa de hacerse de las propiedades de los blancos– no cejaron hasta expulsarlo de nuevo, a él y a la población criolla de Caracas, en un éxodo de proporciones y dramatismo bíblicos.
Arana describe con crudeza la hecatombe desatada por Boves: degüellos, mutilaciones, violaciones, miembros insepultos, lanceo mortal de madres encintas y recién nacidos. No omite –y es algo que debe acreditársele– la respuesta brutal de Bolívar. Su “Decreto de Guerra a Muerte” de febrero de 1814 ordenó la ejecución a sangre fría de ochocientos prisioneros y enfermos españoles recluidos en las bóvedas y el hospital de La Guaira, pero razona la medida como una respuesta eficaz a la barbarie circundante. Lo cual deja de lado la responsabilidad histórica de los criollos, que tampoco Bolívar encaró. Solo una “inconcebible demencia –escribió Bolívar– hizo a los pueblos americanos tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro de sus tiranos”. “Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno”, lamentaba. Resentía ser “el Nerón de los españoles” y de sus “infelices cómplices”, pero asumía el papel con resignación. La carnicería dejó cerca de 25,000 muertos, la mayoría civiles, y destruyó casi toda fuente de riqueza.
Arana registra y deplora los hechos, sin mayor análisis. Prefiere condenar a los seguidores de Boves: “No entendían que la verdadera pirámide de opresión [...], las raíces de la miseria estaban en el Imperio, no entendían que España había construido cuidadosamente ese mundo injusto...” El punto en sí mismo es dudoso: en el orbe hispano las castas y aun los esclavos tenían una condición menos inhumana que en Estados Unidos. Pero Arana los reprueba incluso frente a los revolucionarios de Haití, quienes habían matado “en el nombre de la libertad” y no, como ellos, los pardos, “en nombre del Rey”.
“Nada es de lo que fue”, dijo Bolívar en septiembre de 1814. La experiencia de la “Guerra a Muerte” le dejó una marca permanente. Se había convencido de la ineptitud de los principios republicanos puros en los que originalmente había creído. Su exilio en el Caribe, primero en Kingston y más tarde en Haití, le serviría para bosquejar una nueva arquitectura constitucional para las futuras naciones americanas que fuera el término medio entre “las anarquías demócratas o tiranías monócratas” y estableciera el dominio patriarcal de los criollos (encarnado en un presidente poderoso y un senado hereditario) sobre las masas irrefrenables. Esta teoría, consignada en la “Carta de Jamaica”, ha ameritado amplios estudios y evaluaciones de la moderna historiografía venezolana (en especial, la obra de Germán Carrera Damas y de Elías Pino Iturrieta), que Arana deja de lado en favor de una glosa breve y frases admirativas: “un brillante destilado de las realidades políticas latinoamericanas”. Pero sin el “criollismo” de Bolívar, no se entienden muchas. En julio de 1816, es verdad, abolió la esclavitud (creía genuinamente en la igualdad natural), pero supeditó el acto a que los esclavos liberados sirvieran a su causa: “El nuevo ciudadano que rehúse tomar las armas para cumplir con el sagrado deber de defender su libertad, quedará sujeto a la servidumbre, no solo él, sino también sus hijos menores de catorce años, su mujer, y sus padres ancianos.”
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Desde marzo de 1815 dominaba toda la región el general español Pablo Morillo que había llegado de Cádiz al mando de 10,000 efectivos (las primeras tropas españolas en cuatro años de guerra). Tras algunos desembarcos infructuosos y descalabros militares, recordando el tesón de Alcibíades, en 1817 Bolívar se había asentado en los llanos de Venezuela asegurando para su causa, mediante una genuina camaradería y efectivos señuelos materiales, a las mismas fuerzas que años atrás lo habían combatido. (“Bolívar –apunta Arana– había entendido el uso de las clases en Boves.”) En el difícil equilibrio de los señores de la guerra sobresalía el jefe de los llaneros, el centauro José Antonio Páez, cuyas inverosímiles lanzadas y cargas de caballería serían decisivas en la victoria final de Bolívar. Pero no todos los jefes insurgentes aceptaban plegarse a Bolívar, y entre ellos sobresalía uno, valeroso pero “pardo”: Manuel Piar. Su muerte exhibe el criollismo de Bolívar en su aspecto más sombrío.
Aunque activo en la insurgencia desde fines del siglo xviii, Piar era indócil, nunca infidente. Sus “pardos iletrados” –critica Arana– lo obedecían sin condiciones. (En el caso inverso de Páez, la obediencia de sus huestes –Arana usa la palabra “rebaño”– es vista como un mérito.) Bolívar castiga la insubordinación de Piar con la pena de muerte, que el jefe pardo enfrenta sin permitir que le venden los ojos. El manifiesto justificatorio que publica Bolívar es inusualmente prolijo en descalificaciones (monstruoso, desnaturalizado, fratricida, estúpido, avaro, sacrílego, tirano, déspota, sátrapa, frenético), pero sobre todo es revelador de su desconfianza hacia las mayorías ignorantes o indiferentes a los derechos que la República –aboliendo todos los privilegios estamentales de la Colonia– había instituido. Piar, escribe Bolívar, proclamaba “los principios odiosos de guerra de colores”. Debía morir. Y su biógrafa parece avalarlo: “Piar era un líder brillante y había luchado con bravura, pero no para la Gloria del libertador sino el provecho de sus propias y ardorosas ambiciones.” Otro jefe insurgente, Santiago Mariño, había incurrido en una falta semejante. Pero era criollo y Bolívar lo perdonó. “Lo volvería a hacer”, diría Bolívar en el futuro, pero el fantasma de Piar lo acompañaría la vida entera: “Sin el valor de Piar, la república no contara tantas victorias”, declaró en julio de 1820.
Es claro que una épica cinematográfica no puede detenerse en el análisis de las ideas. Parecen tediosas, intangibles. Pero la fascinante evolución de las ideas políticas en Bolívar, así como la incidencia de sus lecturas clásicas en lo que escribe y hace, merecían una atención no esquemática. En estos tramos, el libro de Arana –cargado de acción, débil en reflexión– se vuelve unidimensional y casi escolar. No nos acerca al Bolívar pensador ni al escritor. Un ejemplo es su rápido tratamiento del magistral “Discurso de Angostura” que Bolívar pronuncia el 15 de febrero de 1819 en la antesala de las campañas mayores que lo llevarán a la liberación de Colombia y Venezuela. El inminente libertador asume su segunda advocación, la de legislador, con un bagaje significativo: seguía el ejemplo de Licurgo (las Vidas de Plutarco era su libro de cabecera, lo releía como buscando ser él mismo uno de los biografiados); el capítulo final de El Príncipe (otro de sus clásicos, desde su remoto viaje a Roma); El espíritu de las leyes de Montesquieu (de donde extrae la importancia del contexto físico, cultural e histórico en el diseño constitucional de los pueblos), y desde luego El contrato social de Rousseau: “El gran alma del legislador es el verdadero milagro que debe probar su misión.”
Aunque a través de los años sería objeto de lecturas diversas y contradictorias, el discurso (como Bolívar mismo) es claramente republicano pero no jacobino ni democrático. No era la primera vez (ni sería la última) en que admitía los perjuicios que podía causar la permanencia en el poder de un magistrado sobre una nación. Creía en la división de poderes y en las libertades civiles. Su proyecto, inspirado en el orden político inglés, se apartaba del modelo americano que consideraba tan admirable como impracticable para la América española. (No obstante, según los estudios recientes, es apreciable su deuda con John Adams.) En definitiva, su proyecto constitucional (rechazado por los legisladores) preveía un Ejecutivo poderoso electo por el pueblo o sus representantes (“encargado de contener el ímpetu del pueblo hacia la licencia”), un Senado hereditario no electivo (cuerpo moderador que “pararía los rayos del gobierno y rechazaría las olas populares”), una Cámara baja elegida por el voto popular, tribunales independientes. Pero en el tema de la democracia, los términos eran inequívocos: “La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos adonde han ido de estrellarse todas las esperanzas republicanas.” Con Rousseau, Bolívar pensaba que “la libertad es un alimento suculento pero de difícil digestión”. A los pueblos americanos –ayunos de saber, de virtud, acostumbrados al vicio y al engaño, prontos a la licencia, la venganza y la traición– había que suministrársela poco a poco, en un proceso de educación cívica que quedaría al cargo de un cuarto y neutro poder inspirado en el Areópago ateniense, que Bolívar llamó Poder Moral.
El capítulo “La dura marcha al Oeste” (el mejor del libro) retoma el hilo épico. Con su vigoroso estilo, Arana es capaz de resumir el clímax de una batalla en un párrafo preciso y plástico, como cuando describe las proezas de los lanceros de Páez, hechos uno con sus caballos, atravesando semidesnudos los llanos y levantando polvaredas que terminan por desquiciar al enemigo, o cruzando con sigilo ríos caudalosos para tomar por asalto las embarcaciones españolas. En un pasaje particularmente logrado, describe el famoso paso por los Andes discurrido por Bolívar para pasmo de los españoles y de la historia: a la cabeza de 2,100 insurgentes (contando las decisivas brigadas de irlandeses e ingleses), más “personal médico, mujeres, niños, animales”, Bolívar logra una hazaña frente a la cual palidece el paso de Aníbal y sus elefantes por los Alpes italianos. Tras el trayecto de un mes por ríos indomables y faunas devoradoras, las tropas llegan a los Andes: “Resbalando en las rocas húmedas y nevadas, continuaron su marcha hasta ascender a más de 3,900 metros, a sabiendas de que, en esas alturas, detenerse no era solo renunciar sino morir. Al llegar al Páramo de Pisba, muchos habían muerto de hipotermia, otros llegaban con sus zapatos sin suelas y sus deshilachados vestidos”, pero así y todo iniciaron el descenso, seguros de la victoria que los esperaba el 7 de agosto de 1819 en Boyacá, batalla que liberó definitivamente a la actual Colombia del dominio hispano y abrió la puerta a la posterior liberación de Venezuela en 1821 en la batalla de Carabobo.
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Arana no solo registra y recrea la vida amorosa de Bolívar. Hace algo más valioso: la comprende. Bolívar era un hombre del siglo xviii en sus lecturas e ideas políticas, pero en el amor fue un héroe romántico del xix. El duelo por la desdichada Teresa lo acompañó, literalmente, hasta el día de su muerte, cuando la evoca en su testamento. La célebre Flora Tristán, abuela de Gauguin, recordaba los meses posteriores en París: “Estaba demacrado, pálido, mortalmente enfermo [...] ahogado en su miseria.” Desde entonces, buscando consuelo, Bolívar fue recolectando amores como laureles de victoria. La mayoría fueron incidentales y respondían a un patrón infalible: tras la liberación de cada ciudad, entre desfiles, arcos triunfales, tedeums y suntuosos bailes (a Bolívar, es sabido, le encantaba bailar), aparecía la bella del lugar rendida al encanto irresistible del libertador. A sus lugartenientes les solía contar sus conquistas amorosas.
De todas ellas sobresalieron quizá tres. La primera, Josefina “Pepita” Machado, apareció en los balcones de Caracas tras la “Campaña admirable”. Fue su compañera y consejera por seis años. Aunque no casó con ella ni le fue fiel, alguna vez supeditó la eficacia de sus desembarcos a la seguridad de su amada. Bolívar esperaba reencontrarse con ella en La Angostura pero Pepita, sin que él lo supiera entonces, había muerto en el trayecto. Con esa zozobra a cuestas, cruzó los Andes y entró a Bogotá. Arana ensaya un retrato íntimo: “Es el retrato de un hombre solitario. Rodeado de gente y solicitaciones, en lo que al amor respecta no podía estar más solo.” Su amada había desaparecido, su único hermano había muerto desde el remoto 1811 en un naufragio. Sus hermanas María Antonia y Juana, viudas ambas, vivían exiliadas en el Caribe. Su compañía más cercana desde entonces fue su mayordomo, un esclavo manumiso amigo de su infancia, llamado José Palacios.
En Bogotá, Bolívar se enamoró de la joven Bernardina Ibáñez. Pronto descubrió que estaba comprometida con un oficial insurgente pero no cejó en su intento y llegó al extremo de buscar la complicidad de Francisco de Paula Santander (su gran aliado y su futuro rival en el gobierno de Colombia) para conquistarla. Bernardina se casó con su prometido y Bolívar, con nobleza, bendijo la unión, pero su obsesión sobrevivió a la muerte del marido y al siguiente e infausto matrimonio de Bernardina, a quien regaló una casa. Fue su amor imposible.
En Quito lo esperaba una sorpresa mayor. Era Manuela Sáenz, la joven esposa de James Thorne, un comerciante inglés. Descrita por un contemporáneo como una mujer de “rostro perla, ligeramente ovalado; de facciones salientes, todas bellas; ojos arrebatadores, donosísimo seno y amplia cabellera”, Manuela se prendó de Bolívar y al paso del tiempo no solo fue su amante sino su soldadera, consejera y eventualmente su libertadora, su doble femenino. Ninguna escena cinematográfica en la vida de Bolívar supera el episodio que ocurriría en Bogotá (septiembre de 1828) en el que Manuela le salva la vida arrojándolo en paños menores por la ventana mientras encara, con increíble presencia de ánimo, a los conspiradores. La enfermedad se había llevado a sus padres y a su esposa, y en la guerra (que Bolívar, a menudo, asociaba con “un huracán revolucionario”) habían muerto su cuñado y su sobrino. El amor legítimo le estaba vedado y él, de alguna manera, lo eludía. Sus hermanas eran otras: “Debo darles una hermana a las batallas de Boyacá y Carabobo.” Su familia era otra: “Pertenezco a la familia de Colombia, no de Bolívar.” Tal vez esa soledad explica la desesperación postrera, cuando sintió que también esa familia de naciones y batallas se desintegraba.
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Los capítulos finales del libro (escritos con una piadosa empatía que los acerca a El general en su laberinto, la novela de Gabriel García Márquez), describen la caída de un héroe que –como los antiguos– no escapó a las fuerzas del destino desatadas por él mismo. Su materia es la tercera y más controvertida advocación de Bolívar: el fundador de naciones, el “alfarero de repúblicas”. La acción transcurre sobre todo en Perú, donde Bolívar y Manuela comparten una linda finca en las afueras de Lima. Por momentos, al menos en las formas, el libertador se comporta como un emperador de un país que no descifra, recorriendo la sierra inca, dispensando favores y revirtiendo las legislaciones coloniales (con buenos y malos efectos). Los poderes omnímodos que ejerció en el Perú le valieron la censura de los contemporáneos y de la posteridad. En el último tramo, la acción es un vaivén entre Colombia y Venezuela. Fatigado, iracundo, enfermo de la tuberculosis que terminaría con su vida, el libertador busca mantener unida su creación: la Gran Colombia.
Tiempo antes de completar su “Marcha de la Libertad”, Bolívar había comenzado a recelar de las dos corrientes opuestas de dominación crecidas a su amparo: el caudillismo llanero de Páez en Venezuela y el legalismo constitucional de Francisco de Paula Santander en Colombia. Previsiblemente, Arana los demerita a los dos: Páez era un “llanero truculento” y Santander “un general que jamás encabezó una victoria”. Esta continua toma de partido refuerza la línea dramática (perfila a los villanos, enaltece al héroe) pero vuelve predecible y fastidiosa la lectura, distorsiona la realidad y contradice la trayectoria de Páez y Santander que el libro mismo documenta.
La relación de Bolívar con Páez fue siempre de cautela, como el domador con una fiera. Con Santander, más afín en lo intelectual, su vínculo derivó en una creciente exasperación. Nunca entendió ni justificó el apego de Santander y los diputados colombianos a las leyes vigentes: habían edificado, “sobre una base gótica, un edificio griego al borde de un cráter”. En 1826, planteada ya por Páez la futura secesión de Venezuela, Bolívar tronaba contra los “ideólogos”, los “principistas”, los diputados que en la Constitución vigente (promulgada en Cúcuta, en 1821) habían desatendido su proyecto de Angostura a cambio de un diseño federal más clásico que, a juicio de Bolívar, abría el paso a la dispersión y la anarquía: “Bravo, bravísimo. Pues que marchen las legiones de Milton a parar el trote de la insurrección de Páez.”
La Gran Colombia amenazaba con desintegrarse y la solución que halló Bolívar en 1826 fue promover la adopción general de la Constitución de Bolivia que le confería la presidencia vitalicia, con vicepresidencia hereditaria, asamblea de tres cámaras y elecciones restringidas a los ciudadanos solventes e ilustrados: “Se evitan las elecciones que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares.” De un plumazo, con ese proyecto secretamente napoleónico, Bolívar perdió legiones de admiradores en el interior y en el extranjero. Benjamin Constant, de quien había extraído varias ideas en La Angostura, lo acusó de ser un “déspota sin más” y Henry Clay, su mayor partidario en Estados Unidos, lo reconvino en términos severísimos. La respuesta de Santander fue republicana: rechazar la Constitución como una “novedad absurda, peligrosa”. La respuesta de Páez fue monárquica: instó a Bolívar a coronarse. A fin de cuentas, Bolívar apaciguó por un tiempo a Páez, doblegó por un tiempo a Santander, pero no logró su propósito de imperar sin corona sobre la Gran Colombia.
Y tampoco logró que se concretara su utopía mayor, el Congreso Anfictiónico de Panamá. Los países convocados se contentaron con ser “parches provincianos, con poca influencia en el ancho mundo”, escribe Arana, radicando la responsabilidad en España (que nunca alentó los vínculos entre sus colonias) y en los caudillos: “Los caudillos persistían en reinar sobre sus pequeños feudos –sus sueños tan limitados como sus habilidades.” Un dato interesante del proyecto (que no se aborda en el libro) es la idea de Bolívar de ofrecer a Inglaterra el protectorado sobre la joven federación.
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Bolívar no solo vivía una contradicción insalvable: él mismo era una contradicción insalvable. Se sabía soldado y no gobernante. Le aburrían los pequeños problemas de la vida civil. Declaró una y otra vez: un hombre como él era peligroso para una república. Por lo demás, estaba genuinamente “fatigado de ejercer el abominable poder discrecional”, pero no estaba dispuesto a abandonarlo porque, a sus ojos, solo él tenía la fuerza y la legitimidad para alzarse sobre las facciones y mantener unida a la gran confederación que había creado. Debió serle intolerable desprenderse de ese sueño de gloria.
Ese lauro mayor, la Gloria, es palabra que aparece una y otra vez en sus escritos. No el dinero, no el poder, no el reconocimiento momentáneo sino el eterno. Su sacrificio de todos los bienes materiales (murió en la miseria), sus hazañas y sufrimientos físicos y morales merecían la Gloria, pero solo él podía juzgar la calidad de esa gloria que repetidamente se le ofrecía, y que nunca pareció ser suficiente. Con la biografía de decenas de héroes antiguos en mente (las cartas están pobladas de ellos) Bolívar buscaba el desenlace feliz de su libreto, pero no acertó a imaginarlo. Pudo hallarlo, como San Martín, en la grandeza moral de la renuncia y el exilio. O quizá lo halló, inadvertidamente, en una vieja institución del mundo clásico: el ostracismo.
Pero había otra razón en su apego al mando: el temor a la revolución y la “pardocracia”. Proyectando sobre América la particularidad étnica y social venezolana, proyectando sobre la vida civil la vida militar (y su traumática “Guerra a Muerte”), veía a América como un continente condenado por el pecado de sus “sangres”:
Todo lo que nos ha precedido está envuelto en el negro manto del crimen. Nosotros somos el compuesto abominable de esos tigres cazadores que vinieron a América a derramarle su sangre, y descastar con las víctimas antes sacrificadas para mezclar después los frutos espúreos de estos enlaces, con los frutos de esos esclavos, arrancados de África. Con tales mezclas físicas, con tales elementos morales, ¿cómo se pueden fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres? Muy bien: que esos señores teólogos gobiernen y combatan y entonces veremos el bello ideal de Haití; y los nuevos Robespierres serán los dignos magistrados de esa tremenda libertad.
Y sin embargo, Bolívar terminó por entrever la debilidad moral de su criollismo. Y en esos momentos, el fantasma de Piar se le aparecía. En noviembre de 1828, tras el fallido intento de asesinarlo (que de alguna forma atribuía a Santander), escribía el mea culpa de un criollo:
Ya estoy arrepentido de la muerte de Piar [...] y de los demás que han perecido por la misma causa [...] Lo que más me atormenta todavía es el justo clamor con que se quejarán los de la clase de Piar [...] Dirán, con sobrada justicia, que yo no he sido débil sino a favor de ese infame blanco.
Pero la tensión era insalvable, como demuestra su reacción a la revolución en México. En julio de 1829, lamenta que “la opulenta Méjico” se hubiera convertido en “ciudad leperada”: “nuevos san culotes, o más bien descamisados, ocupan el puesto de la magistratura y poseen todo lo que existe. El derecho casual de la usurpación y del pillaje se ha entronizado en la capital como Rey, y en las provincias de la Federación”. El responsable era Vicente Guerrero, a quien describe así:
Un bárbaro de las costas del Sur, vil aborto de una india salvaje y de un feroz africano, sube al puesto supremo por sobre dos mil cadáveres, y a costa de veinte millones arrancados a la propiedad.
No exceptúa nada este nuevo Dessalines: lo viola todo: priva al pueblo de su libertad, al ciudadano de lo suyo, al inocente de la vida, a las mujeres del honor. Cuantas maldades se cometen, son por su orden, o por su causa.
No por casualidad, tres años antes había escrito a Santander: “Estoy penetrado hasta dentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América.” Un hábil despotismo: el suyo.
La historia inmediata lo desmintió... y confirmó. El “hábil despotismo” del rudo llanero Páez, educado políticamente (y hasta en los modales de mesa) por los ingleses, presidió el arranque de la institucionalidad republicana de Venezuela, que sería precaria pero no siempre anárquica. En cuanto a Santander, el “petulante hombre de las leyes”, fundó sobre bases sólidas, sin despotismo alguno, la vida constitucional colombiana, que con toda su endémica violencia, ha durado 183 años. Pero en “la opulenta México”, Bolívar con el tiempo acertó en predecir el advenimiento de un “hábil despotismo” casi copiado de la Constitución de Bolivia: el régimen de Porfirio Díaz.
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Fue un buen lector y aún mejor escritor. “He leído mucho, y sobre todo cultura clásica”, apuntaba en una carta de 1825. Su biblioteca portátil, además de Plutarco, Montesquieu, Maquiavelo, Rousseau y Benjamin Constant, incluía entre otras obras La Ilíada y La Odisea, los Comentarios de César, nueve volúmenes de Federico el Grande, La riqueza de las naciones y The Federalist, en el original. Pero sus lecturas no eran contemplativas sino urgentes y prácticas, lo cual contribuye a hacerlo un escritor sorprendentemente moderno, dueño de una prosa firme, directa y clara. Y su modernidad no es solo estilística sino política, porque los complejos problemas de legitimidad y diseño constitucional que enfrentó siguen siendo los nuestros. La consolidación de un orden republicano que con sus debidos equilibrios evite la tiranía y la revolución sigue siendo un tema vigente en América Latina.
Es lamentable cómo las lecturas posteriores distorsionaron la originalidad de su proyecto republicano. Bolívar no fue un determinista social o un darwinista, ni un profeta romántico del nacionalismo iberoamericano opuesto por razones de raza y cultura al mundo anglosajón (que admiraba). Tampoco fue un precursor del fascismo italiano ni del franquismo (que lo quisieron reivindicar como propio), mucho menos el padre de esa rara especie de teocracia revolucionaria erigida sobre su nombre, como la que impera en Venezuela.
Nada más lejano a su ideal republicano. Hugo Chávez llevó el culto a Bolívar –tradicional en Venezuela desde mediados del siglo xix– a extremos desconocidos de deificación propagandística: sostuvo que la historia se había detenido en 1830 (año de la muerte del libertador) pero recomenzaba en 1999, con la llegada del nuevo Bolívar (el propio Chávez). Y fue más lejos: cambió el nombre del país a “República Bolivariana de Venezuela” y decretó que Bolívar había sido un precursor del socialismo del siglo xxi, un enemigo del imperialismo y hasta descendiente de una esclava. En las reuniones de gabinete dejaba una silla vacía junto a la suya para compartir el gobierno con el espíritu del héroe y presenció personalmente la exhumación de sus restos para demostrar su convicción de que había sido envenenado. En pinturas murales de las calles de Caracas era común ver la imagen de Chávez junto con las de Bolívar y Cristo, formando la Santísima Trinidad de la Revolución.
Bolívar, el republicano, se volvería a morir (o volvería a tomar las armas) ante el ascenso de un clásico demagogo que para colmo encarnó la revolución social que Bolívar siempre temió y repudió. Su vinculación con la tradición socialista es simplemente falsa, además de anacrónica. No obstante, si miramos de cerca, Chávez fue genuinamente bolivariano en dos aspectos: su óptica militar de la vida civil y su sueño de ocupar la presidencia de manera vitalicia. Y hay al menos un ámbito en el que cabe argüir que Chávez, con toda su desmesura, pudo haber representado un avance con respecto a su héroe: alentó la participación política de las mayorías étnicas. Por desgracia, Chávez incurrió en la tentación opuesta: el racismo contra los blancos.
Bolívar permanece inabarcable: un personaje del mundo clásico extraviado en el paisaje extraño y hostil de la América española; un patriarca criollo sobre un volcán a punto de estallar, un héroe republicano en busca de Gloria. En aquel poema en prosa, en una hipérbole abstracta, típica de la época, Bolívar refirió cómo “el Tiempo mismo” lo reconocía. En el tiempo real, el histórico, el nuestro, hay pocos personajes a tal grado dignos de ese reconocimiento. ~
Leído en http://www.letraslibres.com/revista/dossier/simon-bolivar-el-demonio-de-la-gloria?page=full
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