Si bien la película aún no se ha estrenado en las salas mexicanas, numerosos observadores ya nos han puesto sobre aviso de las atrocidades que contiene, reconcentradas en los largos minutos en que, en un primerísimo primer plano, los espectadores nos veremos obligados a contemplar una secuencia en la cual un individuo debe soportar que le quemen los testículos. El premio al mejor director concedido por el Festival de Cannes a Amat Escalante por Heli (2013) no ha contenido las rabiosas o escandalizadas quejas de quienes asumen que este aparente regodeo en la tortura no hará sino exacerbar la violencia que persiste en nuestro país.
No es la primera vez que Escalante es increpado por mostrar el horror de maneras tan directas como escalofriantes: baste recordar que en Los bastardos (2008), galardonada como mejor película en el Festival de Morelia, una mujer recibe un disparo que le descerraja la cabeza en dos mitades. Desde luego, las acusaciones contra el director mexicano no son las primeras en aparecer en los medios contra otras representaciones artísticas de la violencia que, a ojos de quienes las esgrimen, enrarecen aún más las terribles condiciones de seguridad que padecemos. En el fondo, el argumento contra las películas de Escalante reitera el empleado por el gobernador que trató de impedir la radiodifusión de narcocorridos: la idea de que las representaciones imaginarias de la violencia aumentan la violencia, o que la exaltación de los delincuentes en una pieza musical -o en una película o en una novela- se convierte en un aliciente para que un mayor número de jóvenes esté dispuesto a aventurarse en una carrera delictiva.
A la pregunta sobre si la violencia en la ficción contribuye a generar conductas violentas en la realidad, la respuesta que dan la mayor parte de los expertos en ciencias cognitivas es un sí condicional. Dado que nuestros cerebros no están diseñados para diferenciar las imágenes que provienen de la realidad de aquellas que surgen de la imaginación -excepto al asociarlo con una percepción precisa-, una exposición continuada a escenas violentas en libros, películas, series o videojuegos sin duda puede volvernos más insensibles y puede lanzarnos a imitar o repetir esos modelos que ya hemos vivido a través de estas ficciones. Esta tendencia no implica, sin embargo, que los aficionados a los filmes gore o a los videojuegos de guerra por fuerza se vayan a transformar en mercenarios o asesinos seriales. Y, por ello, resulta absurdo pensar que la mejor manera de combatir el crimen radique en censurar estas manifestaciones.
Asumir que la prohibición de corridos que exaltan a los capos del narcotráfico o limitar las escenas hiperviolentas en el cine o la televisión es una medida efectiva contra cárteles y mafias no sólo es una muestra de inocencia política, sino del más puro cinismo. Frente al dilema entre censurar obras artísticas que podrían aumentar nuestra afición por la violencia, y proteger la libertad de expresión, las autoridades siempre deberían de decantarse por la segunda, pues ésta constituye una de sus obligaciones primordiales.
Como señala el sociólogo francés Michel Maffesoli, la violencia es consustancial a las comunidades humanas -y a la suerte de la civilización- y, en lugar de simplemente negarla o silenciarla, como se ha intentado en vano en distintos momentos de la modernidad, tendríamos que aprender a considerarla una parte esencial de las fuerzas que animan nuestra vida social. De allí que las representaciones de la violencia en el arte, incluso las más grotescas y explícitas -como la ejecución de la mujer estadounidense en Los bastardos o la brutal secuencia de tortura en Heli-, adquieran un carácter casi ritual que no sólo nos permite sublimar nuestros instintos de muerte, como querría el psicoanálisis, sino asumir, con todo su horror, su presencia entre nosotros. Gracias a la inclusión de la violencia en los territorios del arte -de La Ilíada a Los fusilamientos del 3 de mayo y de Guerra y paz a Apocalypse Now- hemos podido aquilatar su verdadera dimensión y, sobre todo, comprender mejor sus causas y sus consecuencias, así como los motores que se hallan detrás de ella.
Sólo los niños deberían conservarse al margen del constante bombardeo de imágenes violentas en televisión y videojuegos, pues éstas no hacen sino inculcarles patrones de agresión cuando sus cerebros aún no han recibido suficientes antídotos -modelos éticos y morales, ejemplos de altruismo y cooperación- que les permitan contrarrestarlos por sí mismos. En todos los demás casos, tendríamos que exigir que, en vez de preocuparse por censurar a Los Tigres del Norte o rasgarse las vestiduras frente a películas que en teoría no hacen más que perturbar la imagen de México como Heli -de protegernos contra la ficción-, políticos y comentaristas estén más pendientes por denunciar, combatir y limitar la injusticia y la impunidad que campea en nuestras calles.
Fuente: Reforma.
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