Pese a su carácter de fantasía orientalista -cúmulo de las expectativas y los prejuicios decimonónicos inventariados por Edward Said-, la Aída de Giuseppe Verdi, estrenada en Alejandría en la Noche Buena de 1871, también puede ser leída como el enfrentamiento que prevalece en Egipto entre la casta militar y la eclesiástica. Cuando llegamos al último acto de la ópera, el general Radamès, héroe de la guerra contra los etíopes, ha sido condenado a morir en el los sótanos del Templo de Vulcano (!) tras haber caído en una trampa y revelado información confidencial por culpa de la desdichada Aída, quien en realidad es hija de Amonasro, rey de los etíopes. Y aunque Amneris, la mismísima hija del Faraón, implora clemencia, el sumo sacerdote Ramfis y sus seguidores no tienen misericordia frente al soldado.
Cuando a partir del 25 de enero de 2011 miles de jóvenes comenzaron a congregarse en la rotonda de Tahrir exigiendo la dimisión de Hosni Mubarak, el sangriento rais a quien los occidentales jamás llamaron dictador, los medios se apresuraron a proclamar que la incipiente Primavera árabe al fin transformaría los regímenes autoritarios de la región en sociedades abiertas. Siguiendo el ejemplo de Túnez, los manifestantes no descansaron hasta que los militares encarcelaron a Mubarak -quien luego sería enjuiciado y sentenciado a cadena perpetua-, levantaron el estado de emergencia y prometieron elecciones libres.
Los generales cumplieron su palabra y Mohamed Morsi, miembro de la poderosa cofradía de los Hermanos Musulmanes, se convirtió en su primer presidente democrático. Considerado un moderado dentro de la corriente islamista, éste no tardó en perder el favor popular al acentuar la influencia del Islam en la vida pública, al perseguir una ley que le conferiría poderes extraordinarios y, sobre todo, al enfrentarse al ejército que había permitido su ascenso. Su decisión de ordenar el retiro del mariscal Mohamed Tantawi, hombre fuerte de la anterior junta, quizás fue el auténtico disparador de su caída, por más que ésta parezca deberse a las protestas -centradas de nuevo en la rotonda de Tahrir- que se sucedieron a partir de junio.
En teoría para responder a las "exigencias de la calle", el nuevo jefe de las fuerzas armadas, Abdul Fatah al-Sisi, emitió un ultimátum -más bien una amenaza- a Morsi para que construyera un gobierno de unidad nacional. Éste respondió con un nuevo desafío, alegando la legitimidad de las votaciones que lo habían ungido en su cargo. Al cumplirse el término de 48 horas, el ejército decidió recuperar el control del gobierno y detuvo a Morsi, quien hasta la fecha permanece bajo su custodia. A los pocos días la situación se había vuelto incontrolable, con miles de jóvenes laicos celebrando el golpe, a la vez que los Hermanos Musulmanes y otras organizaciones islamistas eran perseguidas. Para justificar sus acciones, tanto unos como otros no se han cansado de invocar la misma excusa: los Hermanos Musulmanes y Morsi mantienen que fueron elegidos democráticamente -la permanente exigencia de Occidente-, mientras el ejército y los manifestantes de Tahrir justifican el golpe por la necesidad democrática de corregir los desvíos autoritarios del presidente.
Egipto es el principal aliado de Estados Unidos en el mundo árabe debido a la paz con Israel conseguida gracias a los millones de dólares que la mayor potencia global le entrega, más que a su gobierno, a su cúpula militar (incluso en estos días no ha suspendido la entrega de equipo bélico). Valiéndose de su habitual doble discurso -poco importa que Obama sea el presidente-, Estados Unidos ni siquiera ha querido llamar "golpe de estado" a lo ocurrido y se ha limitado a expresar su preocupación por la violencia. Lo cierto es que, cuando las elecciones llevan al poder a líderes contrarios a los intereses de Occidente -en una línea que va de Hamás en Gaza al de los Hermanos Musulmanes en Egipto-, la democracia no resulta tan importante y de inmediato se encuentran subterfugios para acotarla. Si bien en el gobierno de transición hay figuras prestigiosas, quien manda es el ejército, que no ha se ha detenido a la hora de limitar la libertad de expresión o reprimir a sus enemigos eclesiásticos. Aun si otra vez cumplen su palabra y convocan nuevas elecciones, en el mejor de los casos nos encontraríamos frente a una "democracia de los generales" semejante a la de Turquía en el pasado. Es decir, una falsa democracia.
La mayor enseñanza de los triunfos y fracasos de la mal llamadaPrimavera árabe es que, si no se construyen auténticas instituciones democráticas, con pesos y contrapesos específicos y límites precisos a los estamentos eclesiásticos y militares -las dos lacras que siempre han acompañado a la humanidad-, las perspectivas de un auténtico progreso en la región se verán constantemente defraudadas. Por ahora los herederos de Radamès han conseguido vengarse de los seguidores de Ramfis, pero esta óperaa aún no concluye.
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