Decidido a mostrarse impecable -e implacable-, Luis Bárcenas luce el mismo traje gris rata que lo distinguió en sus anteriores comparecencias y, gracias a un permiso especial, usa la corbata que le ha prestado su abogado a fin de conseguir una apariencia más elegante, más decente. Según reportan testigos presentes en la sala, a lo largo de tres horas y media el imputado ni siquiera se detiene a beber un sorbo de agua, como si no pudiese dejar de hablar, azotado por una repentina verborrea, o como si toda la furia que ha acumulado en las últimas semanas en la prisión de Soto del Real sólo pudiera drenarse mediante este testimonio que es, por encima de todo, una quema de naves.
Ni qué dudarlo: Barcenas se siente traicionado por sus antiguos compañeros de Partido, esos líderes a los que con tanta energía contribuyó a aupar al poder, y ahora no está dispuesto a servirles como vulgar chivo expiatorio. "Si caigo", parece murmurar entre dientes conforme desgrana los detalles de la contabilidad paralela que llevaba como tesorero del Partido Popular, "todos vosotros caeréis conmigo". Por ello apenas respira -si bien, como viejo lobo que es, no deja de intercalar pausas y silencios, reservándose información preciosa para vistas ulteriores- y se regodea al pronunciar los nombres de sus antiguos jefes: el de la secretaria María Dolores de Cospedal y, sobre todo, el del presidente del Gobierno, el impasible Mariano Rajoy.
Sinuoso y viperino, Bárcenas reconoce, tras haberlo negado cínicamente en el pasado -incluso llegó a forzar su escritura para una prueba caligráfica-, que las notas manuscritas publicadas semanas atrás por El Paísen efecto son de su autoría y no sólo prueban la existencia de una "contabilidad b" del Partido, sino los sobresueldos que le pagaba a un sinfín de dirigentes populares, incluidos Cospedal y Rajoy, en billetes de 500 euros, sin que éstos tuviesen que firmar recibo alguno. Además, también confirma que los mensajes de texto revelados por El Mundo son auténticos y muestran como Rajoy se mantuvo en contacto con él y su familia incluso cuando ya había sido indiciado. Culminada su comparecencia -su monólogo shakespeareano, más plagado de amenazas que de pruebas-, pide volver a su celda en Soto del Real para seguir rumiando su vendetta.
En medio de la avalancha de casos de corrupción que han salido a la luz tras la quiebra española de los últimos años -del caso Gürtel, en el que también estuvo implicado el extesorero del PP, a Iñaki Undagarín, el yerno del rey, pasando por decenas de empresarios, políticos y banqueros-, elaffaire Bárcenas debería ser visto, más que como un colofón o un extremo, como la constatación de una desoladora normalidad. Del mismo modo que las declaraciones de Edward Snowden no hicieron sino reafirmar nuestras sospechas sobre la capacidad de Estados Unidos para intervenir todas las comunicaciones del planeta, la ordalía de Bárcenas certifica la colusión de los intereses económicos y políticos que prevalece entre nuestras élites -en especial, vaya a saberse por qué, en las naciones de origen latino. La corrupción, pues, no como una práctica excéntrica o una lacra propia de nuestras impacientes sociedades, sino como la regla que impera por doquier en un modelo en el que prevalece un pacto de silencio entre los políticos, sin importar el partido en el que militen, al margen del interés público.
En este esquema, la Italia de Berlusconi o la España de Rajoy, que tanta vergüenza han hecho caer sobre Europa, otra vez no resultan rarezas aborrecibles, sino modelos habituales en las ostentosas democracias de nuestro tiempo. El que los innumerables escándalos de Il Cavaliere apenas hayan disminuido su cosecha de votos y el que, culminados los desplantes de Bárcenas, los españoles muy probablemente volverían a votar al Partido Popular si se llegasen a convocar elecciones anticipadas, demuestra que lacorrupción se haya en el centro mismo de nuestro sistema y que su desvelamiento no sirve más que para desatar una indignación tan pasajera como inocua.
Frente a este estado de cosas, uno entiende mejor la rabia o la amargura de figuras como Bárcenas -o Iñaki Undagarín, o Elba Esther Gordillo, o Andrés Granier-, puesto que a sus ojos no hicieron más que preservar las reglas del juego, igual que sus nuevos detractores e inquisidores. Contaminadas por la avaricia propia del capitalismo avanzado, nuestras democracias necesitan de chivos expiatorios que hagan pensar a los ciudadanos que los bandidos incrustados en su seno son una perversa minoría, pero éstos han de ser elegidos con cuidado: histriones que, a cambio de promesas o amenazas, estén dispuestos a respetar la omertà y a no denunciar a sus antiguos patrones. Para desgracia del PP en España, el airado Bárcenas parece ser de los pocos que han optado por no hundirse solos.
Twitter: @jvolpi
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