viernes, 24 de enero de 2014

Juan Villoro - Padres e hijos

A medida que se acerca el Mundial de Brasil los aficionados revisamos recuerdos en busca de méritos sentimentales para recibir milagros.

La multitud que llena un estadio ofrece la más estruendosa versión de la vida familiar. La inmensa mayoría de los aficionados están ahí porque alguna vez su padre los llevó a ese sitio. Gritar en pro de unos colores es un signo -acaso el más primitivo y duradero- de filiación. Hay quienes no heredan otra cosa que el adorado nombre de un equipo.

Pertenezco a una generación en la que el divorcio era tan inusual como tener un pariente en África. Los padres carecían de códigos precisos para tratar a los niños que ya no vivían con ellos. El zoológico, el cine y el futbol eran los destinos más socorridos para sobrevivir al fin de semana. Ver animales en cautiverio resultaba fascinante pero desembocaba en la rutina. Luego de visitar durante diez domingos al perro que había crecido en la jaula de los lobos en el zoológico de Chapultepec, te sentías parte de esa tediosa jauría. El cine ofrecía más variedad, pero la cartelera no siempre brindaba epopeyas para niños. En cambio, el futbol renovaba sus esperanzas con la puntualidad de las estaciones.







Mi padre había apoyado sin muchas ganas al equipo Asturias. Cuando los Pumas de la Universidad subieron a primera división, los respaldó con solidaridad gremial. De niño me hizo creer que los goles lo apasionaban y que disfrutaba tanto como yo. Extrañaba Barcelona, su ciudad natal, y hablaba del club blaugrana con el fervoroso sentido de pertenencia que sólo puede tener alguien que vive al otro lado del mar. Cuando terminé la preparatoria y partí de viaje por seis meses con una mochila en la espalda, me escribió cada lunes, metiendo en el sobre la tabla de resultados del futbol.
En la tribuna no dejaba de ser un profesor de ética. Si alguien insultaba al equipo rival, lo reprendía con un argumento que nadie osó rebatir: “¡Así no se trata a los invitados!”.
En el Excélsior de Julio Scherer escribió un texto sobre el Mundial de Alemania 74 en el que entendía el futbol como una compensación lúdica de la política. Sólo ahí Haití podía superar a Italia.
Desde que tuve edad para ir por mi cuenta a los estadios, mi padre se ausentó de las canchas. Sin embargo, la rara emoción que siento en las tribunas sólo se explica porque fue el sitio donde mi infancia contó con
su presencia.
Abundan los casos similares. En su novela Luz oscura, el chileno Nicolás Vidal describe la relación de un padre con su hijo a partir de las vivencias en el estadio. Eminentes evangelistas de las canchas, como el argentino Eduardo Sacheri y el chileno Francisco Mouat, han dejado constancia de lo que significa compartir con sus hijos el triunfo de Independiente o la U. de Chile.
Uno de los mejores pasajes sobre el tema se debe a Martín Caparrós. En su libro Boquita, escribe: “En 1991 nació mi hijo [...] Eran tiempos en que, si planeaba un viaje a China, mi preocupación principal no era el clásico que podía llegar a perderme. Hasta Juan: entonces, por alguna razón, se me ocurrió que me importaba mucho que se hiciera bostero. Fue un pensamiento interesado: imaginé que si nos acostumbrábamos a ver juntos a Boca, alguna vez, cuando él fuera lo suficientemente grande como para pensar programas mucho más interesantes que aburrirse con su anciano padre, Boca podría seguir uniéndonos o dándonos, al menos, la oportunidad de compartir algunos ratos. Quizás la idea no haya sido tan precisa, pero era algo así. Después descubriría que ya se les había ocurrido a unos cuantos millones. Y me parece que esa es la función de cualquier hecho cultural: ofrecerles un lugar común”.
Muchos años después, Caparrós salía de ver un partido en la Bombonera, en compañía de su hijo Juan, cuando escuchó una entrevista por la radio con el cantante Iván Noble, autor del curioso hit Avanti morocha. Noble acababa de tener un hijo, había leído Boquita y citaba el pasaje en cuestión. A los 23 años, Juan Caparrós continúa compartiendo con su padre el lugar común de ser de Boca.
Todo esto lleva a la confesión de un fracaso emocional: mi hijo Juan Pablo, notable portero, no es adicto al futbol. Se lo comenté a Caparrós y contestó con sabiduría: “Compartir el futbol puede hacer que no compartas nada más”. No se refería a su caso, sino al de millones de padres que ya sólo hablan con sus hijos cuando su equipo salta a la cancha.
Un estadio es un buen sitio para tener un padre. El resto del mundo es un buen sitio para tener un hijo.

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