viernes, 24 de enero de 2014

Eduardo Ruiz Healy - La pena de muerte, herencia de un mundo más salvaje

Ejecutaron ayer a Edgar Tamayo en la prisión de Hunstville, Texas. Fue condenado a morir por inyección letal en noviembre de 1994 después de que un jurado lo encontró culpable de matar a balazos, en enero de ese año, a un policía de Houston. Después de poco más de 19 años se agotaron todas las instancias jurídicas que estaban a su disposición para tratar de modificar su sentencia. Con tres horas y media de atraso por fin fue muerto después de que sus abogados buscaron, esta vez infructuosamente, volver a postergar su ejecución. Tres horas y media de agonía que seguramente le causaron un dolor emocional indescriptible a Tamayo, lo cual aumentó el salvajismo de la pena de muerte que se le impuso.

En las redes sociales se comentó ampliamente el suceso, llamándome mucho la atención aquellos comentarios que festejaban la muerte del morelense de 47 años de edad. Lo que leí es muy similar a los mensajes que durante los últimos días he recibido de aquellos que están a favor de la pena de muerte y han querido opinar en torno a mis dos columnas más recientes en donde he presentado sólidos argumentos contra la misma.







Es obvio que hay muchos que se niegan a aceptar que la pena de muerte no contribuye a disminuir los índices delincuenciales, pese a los datos que así lo demuestran; que aseguran, erróneamente, que es más barato ejecutar a alguien que mantenerlo encarcelado el resto de sus días; y que creen, ingenuamente, que el sistema de impartición de justica es infalible y que por ello no sentencia a inocentes a la pena capital. Lo que estas personas quieren, a fin de cuentas, es venganza y no justicia, apelando a la frase “ojo por ojo y diente por diente”, escrita en el libro bíblico del Éxodo hace aproximadamente 2 mil 600 años, cuando el mundo era definitivamente mucho más salvaje de lo que es hoy y no existían las instituciones apropiadas en donde recluir y apartar de la sociedad a aquellas personas que por alguna razón u otra representaban una amenaza a la vida o propiedades de sus semejantes.
Hoy existen esas instituciones y las llamamos cárceles, penitenciarias, penales o, como estúpidamente las designamos en México, centros de readaptación social. Lugares en donde los criminales más peligrosos pueden y deben pasar el resto de sus días.

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