Aquel sábado negro descubrí la felicidad: un estado del cuerpo y el alma que se vive un instante y se sigue pagando por el resto de la vida. Empezó con un trueno apocalíptico que enrareció el cuarto con el olor premonitorio de la tierra mojada, y no había tenido tiempo para escapar ileso cuando se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desmadrar la ciudad entre mayo y octubre. Las calles de arenas ardientes se convirtieron en torrentes ciegos que arrastraban cuanto encontraron a su paso después de tres meses de sequía, y podían ser como la felicidad del amor: tan providenciales como devastadoras.
Apenas había tenido tiempo de asegurar puertas y ventanas cuando me salió al encuentro la certidumbre física de que no estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabulló por el balcón, y en su plato quedaron las sobras de una comida que nadie le había servido. Lo había criado como estudié el latín. Seguía sus trazas con su manual de uso para familiarizarme con sus hábitos naturales, pero no di con su escondite para obrar, ni con sus sitios de reposo, ni con las causas de su amor voluble. Quise enseñarlo a comer a sus horas, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a olisquear los alimentos en la mesa, ni pude hacerle entender que la casa era suya por derecho propio y no como un botín de guerra.
De modo que lo dejé a su aire para enfrentar el aguacero bíblico que amenazaba con desquiciarla. Sufrí un ataque de estornudos encadenados, me dolía el cráneo y tenía fiebre, pero me sentía poseído por una fuerza y una determinación que nunca tuve a ninguna edad y por ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las goteras, y me di cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno anterior. La más grande había empezado a inundar el flanco derecho de la biblioteca. Me apresuré a salvar a los autores griegos y latinos que vivían por aquel rumbo, pero al quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de un tubo roto en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para salvar mis favoritos.
El estrépito del agua y el aullido del viento arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno simultáneo impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató las vidrieras del balcón y la tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se metió en la casa como en la suya. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de un tajo. Un sol espléndido secó los escombros varados en las calles, y volvió el calor. Fue entonces cuando me estremeció la certidumbre de que había sido feliz durante la tormenta y no sabía por qué.
Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos que nunca lo fueron pueden estar en la memoria como si hubieran sido. Pues si evocaba la emergencia del aguacero no me veía a mí mismo solo en la casa sino siempre acompañado por alguien que no me atreví a recordar. La sentía tan cerca, que había percibido el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi almohada. Me recordaba a mí mismo en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella con su bata de flores pintadas recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía correr de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de lluvia con el agua a los tobillos en una noche feliz sin los tormentos del amor. La recordaba al día siguiente preparándole al gato un desayuno que nunca fue y poniendo la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el naufragio de la casa. Nunca olvidé la mirada sombría con que me preguntó mientras desayunábamos: ¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: la edad de uno no es la que se tiene sino la que uno siente.
Desde entonces la llevé en la memoria con una nitidez que me permitía hacer de ella lo que fuera útil para ser felices. Le cambiaba el color de los ojos según mí estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convinieran a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, milongas de Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginarse siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación en aquella tarde feliz sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años.
(Núm. 301, enero de 2003)
Leído en http://www.nexos.com.mx/?p=10665
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