lunes, 10 de febrero de 2014

Jesús Silva-Herzog Márquez - El XIX y el XXI

El gobierno se ha hecho de un cuento persuasivo. Tiene una historia que ofrecer adentro y afuera: descifró el enigma del cambio y lo administra con prisa. Es el gobierno de la eficacia reformista. Así quiere retratarse. Por eso, noche y día se presume la lista de modificaciones legales: en un año hemos reescrito la constitución. Estrenamos régimen educativo, fiscal, de telecomunicaciones, de energía, de rendición de cuentas. Algunos creen que ese cuento es el que mejor describe nuestra circunstancia. Hablan del gobierno de Peña Nieto como el más ambicioso y coherente proyecto reformista de las últimas décadas. Quienes hablan insistentemente de las "reformas estructurales" que mágicamente nos colocarán en el sendero de la prosperidad, ven al gobierno federal con la simpatía con la que se ve a un discípulo; el alumno que finalmente tomó el dictado y ha puesto en práctica sus lecciones. Tengo la impresión de que los tutores celebran más la intención de las reformas que su realización concreta -pero ese es otro tema-. Lo que me importa ahora comentar es la improbabilidad de que un gobierno sea capaz de seguir su propio libreto y de imponer en la historia el cuento que se hace de sí mismo.






Pienso en la penosa historia de Barack Obama. El brillante hechicero de las palabras quiso encabezar un cambio histórico en Estados Unidos. Se imaginó inaugurando una era de entendimiento político que dejara atrás las rivalidades ideológicas, que a su juicio eran arcaísmo. Creyó que su biografía, la cordialidad de su estilo político, el carácter de sus propuestas podrían reparar el tejido de la colaboración. La historia de sus primeros cuatro años como presidente en nada se pareció a ese cuento. Tras su reelección, Obama volvió a alimentar aquella esperanza: ahora sí, sus adversarios cederían para ofrecerle cooperación patriótica. La enemistad ideológica sólo se agudizó. La historia que un presidente quiere contarse de su mandato es, frecuentemente, la mejor estampa de su fracaso. Barack Obama ha sido el presidente de la mayor polarización de la historia contemporánea de su país. El conciliador ha sido apaleado por el antagonismo más feroz.
Enrique Peña Nieto se mira el espejo como el reformista que "mueve a México". El esperado proveedor de modernidad. El siglo XXI que rompe las herencias del pasado inmediato y remoto: el estatismo monopólico, cierto corporativismo pernicioso, la captura privada del poder público. Curiosamente, los principales críticos del gobierno de Peña Nieto refuerzan esta historia. Irritados por la velocidad con la que se consumaron los cambios, denunciando como traición a la patria las transformaciones constitucionales, exhibiendo los rasgos melancólicos de su crítica, las oposiciones se entregan como la utilería indispensable para ese cuento de innovación decidida. Sin resistencia no hay quien crea la fábula reformista. Manifestaciones, protestas, acusaciones y denuncias por los cambios que nos arrebatan patrimonio e identidad: obsequios ideales para la escenificación del melodrama reformista.
Pero, aunque las oposiciones participen de esta narración, dudo que ése sea el teatro central, o por lo menos no creo que sea el teatro único del presente político mexicano. La historia de hoy no se escribe solamente como la batalla entre el siglo XXI y el XX; es también una batalla de siglo XIX. Desde luego, ésta no es la idea que el gobierno tiene de su función histórica. Dentro del cuento del reformismo la erosión del Estado, la violencia desbocada, la extorsión reinante son distracciones, hechos fastidiosos que desvían la atención de lo importante. Pero, la violencia no es la incómoda intromisión de la anécdota en la epopeya del reformismo. Es el problema central de México: señal violenta y bárbara del gran pendiente de nuestra historia: la legalidad. La falta de un régimen de derecho ya no es solamente el caldo propicio para la corrupción y la arbitrariedad como lo era en tiempos del partido hegemónico. La falta de ley nos ha lanzado a nuestra prehistoria y nos ha instalado en el tiempo preestatal del crimen rutinario y la violencia despiadada.
Mi sospecha es que el atroz retorno del siglo XIX a nuestro presente es tan importante como el tímido asomo del XXI y que el sentido histórico del gobierno de Enrique Peña Nieto radica no solamente en su habilidad para asentar una plataforma de futuro a través de cambios legislativos, sino en su capacidad para reconstituir el Estado en todas esas regiones en donde fue desapareciendo lentamente. No se trata de la proclamación la rectoría estatal sino de su afirmación práctica.


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