domingo, 9 de febrero de 2014

Jorge Volpi - Crímenes y pecados

Jorge Volpi
9 Feb. 14

"¿Qué película de Woody Allen es su favorita?", pregunta retóricamente Dylan Farrow, la hija adoptiva del director neoyorquino con Mia Farrow, en una carta abierta publicada en la columna del columnista del New York Times Nicholas Kristof. Y prosigue: "Antes de que respondan, les contaré algo que deben saber: cuando yo tenía siete años, Woody Allen me tomó de la mano y me llevó a un sombrío ático, casi un armario, en la segunda planta de nuestra casa. Me dijo que me pusiera boca abajo y jugara con el tren eléctrico de mi hermano. Y entonces me agredió sexualmente".

Más allá de la indignación que ha despertado, el texto de la joven, publicado casi dos décadas después del incidente, plantea dos cuestiones que reaparecen una y otra vez en nuestra discusión pública. Considerada como el crimen más horrendo -y emblemático- de nuestro tiempo, la pederastia nos persigue como un fantasma que no hemos sido capaces de exorcizar. De la infatigable lista de sacerdotes que han abusado de miles de niños y adolescentes a los artistas acusados de delitos que van del acoso a la violación (piénsese en Polanski), nos hallamos en una sociedad que parece mostrarse tan ineficaz a la hora de proteger a sus hijos como obsesionada con exhibir a sus victimarios.








Sin duda los responsables de estos crímenes deben ser perseguidos, pero sin jamás omitir el debido proceso ni la presunción de inocencia. Frente a los incontables ejemplos en que se ha demostrado la culpabilidad de los abusadores, en ocasiones el exceso de celo -y de justa ira- ha llevado a buen número de inocentes a la cárcel: baste recordar casos como los de las guarderías de Kern County o McMartin, ambas en California, en los que decenas de cuidadores fueron injustamente sentenciados a prisión acusados de obligar a los preescolares a participar en toda suerte de prácticas sexuales, e incluso en rituales satánicos, que sólo mucho después se revelaron falsos.

Frente a las acusaciones de Dylan Farrow, lanzadas ya en su momento por su madre adoptiva, Allen ha vuelto a alegar en otra carta al Times que la pequeña fue manipulada por su madre. Hoy sabemos que es posible que un niño construya "falsos recuerdos" al ser sugestionado por los adultos, formando sucesos que en su mente resultan tan vívidos como un recuerdo real. Imposible determinar, a partir de su carta pública, si Dylan en verdad fue agredida por su padre adoptivo o si se trata de un "falso recuerdo", por más que el affaire y el posterior matrimonio de Allen con Soon-Yi Previn, otra de las hijas adoptivas de Mia Farrow, nos predisponga en contra del director. Correspondería en todo caso a los tribunales resolver el asunto.

Sin embargo, la carta de Dylan Farrow indica que en este momento a ella no le interesa presentar una demanda, sino juzgar a su padrastro en un terreno más etéreo pero no menos brutal. Descontando que Allen en efecto sea un tipo infame, su hija adoptiva parece decidida a que lo veamos como un artista infame. Y a que su repugnante conducta nos sirva para descalificar su obra, de modo que los jurados del Oscar no le concedan más premios y los actores que han trabajado a su lado, como Alec Baldwin o la propia Cate Blanchett -la favorita al galardón-, se deslinden de él y lo vean como un monstruo.

La espinosa cuestión vuelve a ser, aquí, hasta dónde los actos execrables de un creador han de influir en el valor de su trabajo. ¿Puede alguien que ha abusado sexualmente de una niña de 7 años ser un gran artista? ¿Premiarlo y adularlo no es una forma de oscurecer y paliar sus -nunca mejor dicho- crímenes y pecados? ¿O acaso es posible trazar una nítida frontera entre sus (aborrecibles) actos y sus (admirables) películas? Nos enfrentamos aquí a una zona gris que, pese a la vehemencia de quienes defienden uno u otro argumento, no es fácil de dilucidar.

A la distancia, veneramos el legado de numerosos hombres perversos (de Caravaggio a Céline, de Gesualdo a Hamsun), quizás porque el tiempo ha desdibujado sus faltas, dejándonos sólo frente a la opresiva fuerza de sus obras. Demasiado cerca de nosotros, muchos fanáticos de Allen se declaran prestos a abjurar de él, por más que sus delitos no hayan sido demostrados; sólo si algún día llegaran a serlo, tendríamos que exigir el castigo que merece. Entretanto, limitémonos a constatar una vez más, sin melancolía alguna, que los grandes artistas no son sino seres tan imperfectos -y brutales, y malvados- como el resto de nosotros.



@jvolpi



Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/



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