Muerto a los 66 años el martes pasado, Paco de Lucía llevó la guitarra a la zona donde la tradición cambia de signo y se convierte en novedad. La tierra desconocida que Miles Davis conquistó para el jazz o Astor Piazzolla para el tango, él la conquistó para el flamenco.
En una ocasión coincidí en Jaén con el poeta Félix Grande, experto en las muchas maneras que la música ha tenido de ser andaluza. En una dilatada sobremesa, explicó que un guitarrista depende de la forma de sus manos. El oído, el sentido del ritmo y la agilidad de los dedos no bastan. Una estricta quiromancia define lo que se puede hacer en el brazo de la guitarra.
Las manos de Paco de Lucía eran las de un nervioso basquetbolista o las de un croupier que reparte la fortuna. Más grandes de lo común, parecían actuar al margen del cuerpo. Pero lo singular era que cada dedo respondía a un impulso propio; el índice no se enteraba del cordial: diez rebeldes producían una revolución.
Mientras eso ocurría, el virtuoso llevaba el compás con la cabeza, agitándola como un buzo al que le queda un poco de agua en los oídos. Con los ojos entrecerrados, miraba a ninguna parte, imaginando una puesta de sol.
Invadido por las notas, fue un profesional desde la adolescencia y conservó el apodo de hijo de la portuguesa Luzia Gomes con que era conocido en Algeciras. En cualquiera de sus facetas (al lado del legendario Camarón de la Isla, interpretando el Concierto de Aranjuez, con su sexteto o en compañía de dos superhéroes de la guitarra eléctrica, Al di Meola y John McLaughlin), demostró que se puede abusar de las cuerdas sin que eso deje de ser música.
Recuerdo el comentario que el tío de una amiga de Saltillo hizo cuando la escuchó en un recital de piano: “¡No dejó en paz una méndiga nota!”. Lo mismo pasaba con Paco de Lucía. Después de sus conciertos, las notas se desmayaban de felicidad.
Uno de los grandes misterios de la cultura andaluza es la noción de duende, espíritu secreto del arte. La destreza del artista no debe ser la de quien rompe un récord con sus recursos, sino la de quien trasmite el sentimiento en forma inesperada.
El bailarín y coreógrafo Antonio Gades, protagonista de la película Carmen, dirigida por Carlos Saura, en la que también aparece Paco de Lucía, recibió una curiosa lección de Picasso. El pintor lo invitó a participar en Francia en un acto de solidaridad con la República española. Gades era el orador más joven, se acobardó de estar junto a tantas celebridades y se encerró en el baño a llorar. Picasso fue a sacarlo de ahí para que hablara. “¿Qué méritos tengo para estar con ustedes?”, preguntó el bailarín. “Estás con nosotros porque sabes llorar”, fue la respuesta.
También Paco de Lucía sometió su arte a la emoción, a tal grado que la guitarra se impregnó de su carácter. Con los años, resultó muy difícil que un intérprete de flamenco no sonara como él.
Cuando no estaba en un tablado, Gades subía a un velero. El mar es el sitio donde los guardianes de los sonidos disfrutan del silencio. Durante décadas, Paco de Lucía veraneó en el Caribe mexicano. “Vivió como quiso”, dijo el mensaje de su familia. El guitarrista aceptó los riesgos como parte de la vida. En la playa, donde sufrió un infarto mientras jugaba con su hijo, no se cuidaba las manos. Regresaba a los conciertos con heridas hechas por el cordel para la pesca, aceptando el dolor de cada acorde.
Al llegar al estrado se aislaba en una burbuja mental: “No toco en Londres, no toco en Nueva York: toco en mi pueblo”.
Hay muchas formas de imaginar el cielo. Una de ellas consiste en recorrer el mundo sin salir del pueblo donde llevas el nombre de tu madre.
La música produce un peculiar arraigo, una imaginaria composición de lugar. Sin importar donde estemos, de golpe, el rasgueo de una guitarra nos sitúa en el Mediterráneo: Paco de Lucía transfigura el espacio. En sus manos la guitarra fue una mujer, el mar, el cielo, o todo eso junto: un pueblo.
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