El 23 de octubre de 1968, el suplemento La Cultura en México publicó al fin, luego de la llamada “tregua olímpica” impuesta el día 12 -en realidad un periodo de censura extrema-, el poema que semanas antes Octavio Paz había dirigido a los coordinadores del programa cultural de la Olimpiada. Apenas el 18 de octubre se había hecho pública su renuncia a la embajada en la India, y las voces afines al régimen no cesaban de vituperarlo.
“México: Olimpiada de 1968” incluía algunas líneas poderosamente explícitas -(Los empleados/ Municipales lavan la sangre/ En la Plaza de los Sacrificios)- y habría de convertirse en un ejemplo para muchos de los poetas más relevantes de la época, como José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra, Marco Antonio Montes de Oca o Juan Bañuelos. En el ambiente de represión posterior al 2 de octubre, sus versos fueron el más abierto desafío contra el gobierno.
La renuncia de Paz encarnó uno de los momentos más brillantes de la tradición del intelectual público en México. Siguiendo el modelo iniciado en 1898 por Émile Zola con su célebre J’accuse, el poeta usó todo su prestigio para señalar los abusos del poder. Desde entonces, la figura del escritor comprometido adquirió cada vez mayor prestigio en nuestro país, y la carrera personalidades tan disímbolas como Fuentes, Zaid, Monsiváis o Poniatowska se fraguó en buena medida gracias a la legitimidad alcanzada en el 68. De hecho, el poder simbólico de los intelectuales se volvió tan grande que los políticos de entonces nunca dejaron de verlos con una rara mezcla de temor, admiración y desprecio.
Este perverso sistema, en el cual los intelectuales fungían como guías morales de la sociedad, siempre dispuestos a exhibir los abusos de un gobierno que a su vez se esforzaba en complacerlos o neutralizarlos, comenzó a extinguirse en el 2000. Por disfuncional que haya resultado nuestra transición a la democracia, acarreó una drástica mutación en el modelo de autoridad. Como revela el caso extremo del 68, durante la larga época del autoritarismo priista los intelectuales eran -casi- las únicas voces disidentes, y sus opiniones eran escuchadas tanto por los círculos de poder como por las pequeñas élites ilustradas. Sus palabras adquirían, pues, un carácter netamente performativo y tenían claros efectos en la realidad.
A partir de 2000, con una sociedad cada vez más abierta y plural, ese rol de gurú o de oráculo se erosionó drásticamente. Las razones son múltiples. Primero, los medios de comunicación se abrieron poco a poco a otras voces, en especial de quienes se presentan como auténticos expertos en la agenda pública, historiadores, sociólogos, politólogos y economistas. O bien se dio lugar a “opinadores profesionales” -opinócratas, los llama Jorge Castañeda-, cuya celebridad no se basa en su obra artística o científica, sino en el éxito social de esas mismas opiniones.
En segundo término, tras el vago interludio de Fox con el Grupo San Ángel, los gobiernos sucesivos ya nunca sintieron esa morbosa fascinación hacia los intelectuales de sus predecesores, en tanto que muchos de éstos comenzaron a acercarse más al poder económico que al político. En tercer lugar, mientras que los escritores de las últimas generaciones -nacidos de los sesenta en adelante- dejaban de escribir sobre asuntos de interés público, sus maestros inevitablemente han ido desapareciendo (de quienes brillaron en el 68, sólo quedan Zaid y Poniatowska). Y, por último, la proliferación de blogs y el auge de las redes sociales ha provocado que los comentarios sobre temas públicos hayan dejado de ser bienes escasos, como en el 68, para convertirse en una moda omnipresente.
Ninguna de las opiniones de escritores, artistas o científicos que hoy circulan en los medios (incluida por supuesto esta columna) alcanzan siquiera de lejos la relevancia que tuvieron hace apenas unas décadas. Y quizás esté bien que así sea: el modelo del intelectual engagé respondía a una época de autoritarismo ahíta de figuras admirables. Hoy, la opinión pública se modela de forma más plural, más caótica, más interactiva. Aunque sin duda hay pérdidas: basta leer cualquier artículo de Paz -o de Fuentes, Zaid o Monsiváis-, para saber que, si acaso hemos ganado en precisión o variedad, sin duda hemos perdido en términos de estilo. De ese gran estilo que, en el pasado reciente, les servía a nuestros grandes escritores para desmenuzar la realidad e incordiar al poder.
@jvolpi
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