Es inevitable que cada celebridad de la literatura lo consideremos como parte de nuestra familia, de nuestra intimidad, de nuestra vida. Pocos escritores como Gabriel García Márquez tuvieron para más de tres generaciones la extraordinaria capacidad de “entrar” en nuestra cotidianidad, al grado de considerarlo como un amigo, un confidente, un narrador que intuía nuestros secretos. Ahí radicó su talento de volverse entrañable.
Mi fascinación por García Márquez fue como la de miles de sus lectores: desde El Coronel no Tiene Quien le Escriba y más con Cien Años de Soledad, dejé de leer y releer la Biblia para meterme en la galaxia de la familia Buendía, en sus múltiples aventuras y desventuras, para encontrar en cada uno de sus relatos la construcción de un mundo trágico y gozoso.
Todos habitamos un Macondo hasta convertirla en nuestro Génesis y nuestro Apocalipsis. La capacidad literaria de García Márquez consistió en transformar nuestras aldeas individuales, oníricas y religiosas en un símbolo inagotable para de la realidad. Sin la Biblia, Cien Años de Soledad sería inexplicable. Pero gracias a García Márquez los relatos bíblicos nos transformaron a todos en pueblos elegidos de nuestra historia, en patriarcas de nuestros paraísos perdidos.
Después del Premio Nobel de Literatura de 1982, García Márquez logró la hazaña de volver a sorprendernos con El Amor en los Tiempos del Cólera. Y desde entonces ya sabíamos sus lectores que Gabo estaría para siempre en nuestro imaginario. Incluso, en su novela más “políticamente incorrecta”, Memorias de mis Putas Tristes, el colombiano logró agitar el debate sobre la pederastia y la literatura. Muchos reaccionaron contra García Márquez como si fuera nuestro tío abuelo lúdico e incorrecto.
La mercadotecnia editorial llamó a su estilo “realismo mágico” para etiquetarlo en las clasificaciones occidentales. Y él siempre decía, entre sus amigos, que lo único que logró fue fusionar su fascinación por Joyce y Faulkner con su gran oficio periodístico. Fue lo que muchos hemos querido: un periodista más allá de los géneros y un fabulador extraordinario de la realidad que siempre supera la ficción.
“Nadie tenía mejor memoria que él”, me confió un día Carlos Monsiváis, otro memorioso inolvidable, que conoció y procuró a García Márquez, quien siempre se deslumbraba con el sentido de humor ácido y puntual del Gran Gato.
Gracias a Monsiváis y a ese generoso anfitrión que fue José María Pérez Gay y su fiel compañera Lilia Rosbach, conocí a García Márquez en una comida dominguera en los aciagos días posteriores a la crisis electoral de 2006.
García Márquez llegó con Mercedes, su inseparable compañera. Y era un devorador voraz, no sólo de comida, sino de chimes, intrigas y “conspiraciones” como a él le gustaba decir. Su interés por los sucesos en México, su Macondo adoptivo, era irrefrenable.
Leal hasta los últimos años al régimen de Fidel Castro, García Márquez procuró ser un intermediario más allá de lo literario con una revolución boicoteada por Estados Unidos y por sus propios errores.
Algunos justificaban la fascinación del Gabo por Fidel Castro como la atracción de todo literato por un personaje legendario en vida. García Márquez simplemente utilizó más allá de lo que muchos saben y conocen esa extraordinaria interlocución con el comandante para lograr abrir puertas en el Macondo isleño. Muchos le deberán a García Márquez esa extraordinaria generosidad frente a Cuba y el mundo.
García Márquez siempre consideró el periodismo como su oficio primario y a la literatura como su amor constante. Así lo confiaba en aquella comida dominguera en una casa de Coyoacán. “Podrá morir la literatura, pero nunca el periodismo. Menos en México”, atinó a decir en aquel encuentro.
Su imaginación y sus supersticiones tan fascinantes como su sentido del humor eran típicos de un Piscis, como le gustaba decir también. En Vivir para Contarla, su autobiografía, García Márquez rememoró que al ser publicado Crónica de una Muerte Anunciada, su madre lo leyó y le dijo: “una cosa que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro”.
Ese fue el objetivo siempre de sus relatos. Recrear lo más trágico hasta convertirlo en un símbolo indeleble como en el rastro de nuestra sangre en la nieve. El amor en tiempos de Macondo no volverá a ser igual, gracias a que García Márquez nos enseñó que en todas nuestras historias está un mundo único e irrepetible.
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